viernes, abril 24, 2009

Las columnas de Juan Gerardo Sampedro

Lo absurdo de lo cotidiano (Diario Milenio-Puebla 23/04/09)
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Me sorprende (aunque ya no deberían sorprender a nadie) que siga la violencia haciendo acto de presencia en la de por sí pobre vida cotidiana en el mundo. Aún más: los recursos son cada vez más y más absurdos (o ingeniosos, ¿por qué no?) para lograr los objetivos.
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Vi en la prensa capitalina estos días que estaba la ciudad tranquila, sin mucha gente, que la policía atrapó a un hombre en el sistema de transporte colectivo (Metro) porque cometía “actos inmorales” dentro de los tranvías y luego (plan con maña) se hacía inmediatamente pasar por víctima.
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Entonces agredía a la otra parte y, para terminar el asunto y no denunciarlos les cobraba la nada despreciable suma de 5 mil pesos.
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Me imagino que él mismo intuía quien traía o no el dinero en efectivo. No siempre, o casi nunca como el caso de los pobres como yo, traemos 5 mil pesos en efectivo. Dice una de las notas, sin embargo, que él no tenía empacho en acompañar a veces a la gente a los cajeros y quienes lo denunciaron aseguraron que tenía acento extranjero.
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“Todo se vale con la crisis,” dijo. Pero el hombre, que utilizaba a su pobre madre como pretexto, una vez se topó con alguien que lo detuvo y lo entregó explicándolo todo. Se supo entonces que el sujeto inculpado aleccionaba a su madre como parte del plan. Es decir: a veces la propia madre, una mujer de setenta años, era quien acusaba a los pasajeros del Metro y él llegaba como un tercero extraño, se hacía pasar por abogado de la empresa, y cobraba los consabidos cinco mil pesotes. ¿Esto sólo se ve en la ciudad de México?
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No lo sé. Por lo pronto varios diarios consignaron el hecho que no deja de llamar la atención por la increíble habilidad del hombre para obtener dinero fácil.
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Uno se cuida de los sospechosos que andan por ahí, de la gente de mirada torva, etcétera pero así, en el Metro y ante una ancianita… La lección es que sigue imperando la ley del más fuerte, aunque se tenga que echar mano del ingenio.
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Las multitudes provocan esto que cuento aquí y más, mucho más.
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Yo me imagino las escenas, los rostros de los sorprendidos, el miedo de quedar ante la policía, el miedo a las posibilidades que hay ante la indefensión, etcétera.
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A nadie se le desea. Otra nota afirma que el hombre y su madre (cuyos nombres y apellidos omito) tenían como cómplices a un par de policías a quienes les repartían una pequeña parte del botín. Líbreme Dios de toparme con esta clase de gente. Por eso ya casi no salgo de mi casa. Que hasta acá me llegue el ruido de la lluvia. Y ya.
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Se van los sueños románticos (Diario Milenio-Puebla 16/04/09)
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Era la dama (la Reina) de la novela romántica. Escribió más de cuatro mil historias, todas de amor, todas pensadas para hacer soñar a las mujeres (y a los hombres) en un mundo ideal. En esos argumentos aparecía el personaje que las haría felices. Su público lector era y es más femenino. Sus novelas aparecieron en revistas especializadas para que ellas se volcaran en sus lecturas, aunque (pocos lo admiten) ellos también las leían, a pesar de que confiesen que lo hicieron mientras esperaban la consulta médica o su turno con el peluquero.
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Ellos trataban de conocer los sentimientos femeninos a través de esas historias. Pero todos (ellos y ellas) terminaban siempre instalados en un mundo de felicidad, sin demonios interiores, sin grandes penas y con muchas glorias. Aunque sufrían (la vida es sufrimiento), llegaba el triunfo del amor donde la bondad y la nobleza representaban a sus aliados. Todo muy bien.
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Es por eso que sus ediciones llegaron a más de cuatrocientos millones de copias, más que las de cualquier Premio Nobel, más que las del propio Vargas Llosa, quien dijo que la admiraba pero no quiso admitir que la había leído.
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Y ella (humilde que era) no estaba consciente de su fama, de sus triunfos. Dice Vargas Llosa que sus editores ganaron mucho más que la escritora. Ella supo que se iba a dedicar a escribir desde los dieciocho años, y no paró de hacerlo hasta la hora de su muerte. A sus 81 años, le estaba dictando a su nuera una novela.
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Un fenómeno de la novela rosa castellana, que aparece en el libro de Guiness como la autora más leída después de Cervantes. Es ahí donde ella adquiere un poco de conciencia de su fama, de su triunfo. ¿Por qué escribe usted?, se le preguntó una vez en una entrevista para la televisión española. “Porque debo vivir,” respondió. “Y yo escribo lo que pienso que sentirían las mujeres en tal situación… Yo, como mujer, me calzo sus zapatos.” Y en otra entrevista agregó que las mujeres y los hombres tenemos mucho parecido, la diferencia es poca: “las mujeres paren y los hombre mean contra la pared”.
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Nacida en un lugar de España el 25 de abril de 1927, murió poco antes de cumplir 82 años en Gijón. Su nombre completo fue María del Socorro Tellado López, y algunas de sus obras fueron adaptadas al cine y a la televisión. “Sólo soy positiva y sensible –dijo– y escribo novelas de sentimientos”.
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El mundo de habla hispana la conoció con el nombre de "Corín Tellado".
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Nota sobre José Agustín (Diario Milenio-Puebla 09/04/09)
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A principios de los setenta ya habíamos leído y releído quienes andábamos cursando la secundaria, La tumba de José Agustín. Autor de La tragicomedia mexicana, de la novela De perfil, Se está haciendo tarde, ¿Cuál es la onda?, entre otras muchas obras. José Agustín es el ensayista que más ha escrito sobre la historia de la música y del rock. José Agustín ha sido, a través de su obra, quien ha formado, con su decisiva influencia, a muchas generaciones.
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El pasado miércoles 1 de abril asistí al Teatro de la Ciudad, donde José Agustín era entrevistado por Fernando Canales, “¿Cuál es el soundtrack de tu vida”? en el marco de la inauguración del Festival Internacional de Cine Documental Musical In-Edit.
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Al término de la entrevista salí de inmediato. El público era muy numeroso. Pensé en acercarme a José Agustín para saludarlo, pero también pensé que no se podría llegar hasta él dado que el público (en un lugar donde caben más de 800 personas) comenzó a subirse al escenario de manera espontánea pero desordenada, sin control.
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No había pasado mucho tiempo cuando recibí una llamada a mi celular. Era un amigo que me contó del accidente que acababa de sufrir José Agustín. No se tenía en ese momento aún, por supuesto, el parte médico que circuló casi de manera inmediata por la Internet. El panorama parecía muy grave. El médico que lo atendió en la Beneficencia Española explicaba que José Agustín resultó con seis costillas lesionadas, una fractura en el cráneo y otra más en la clavícula.
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El accidente ocurrió cuando el escritor, en el escenario, dio un paso al vacío, cerca del proscenio, quizá debido a la propia inercia de un público ávido de saludarlo o de conseguir un autógrafo o una fotografía junto a él.
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Lamento mucho lo sucedido a José Agustín. Sin duda, el accidente se debió también a la negligencia de los organizadores.
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José Agustín vino a Puebla invitado por el Instituto Municipal de Arte y Cultura. ¿En quiénes delegó el director la logística de ese acto? Parece que nadie lo sabe. ¿No pudieron dar instrucciones a alguien que lo vigilara por lo menos dentro de ese terreno peligroso que él no conocía? ¿Dónde estaban los colaboradores de Pedro Ocejo Tarno, director del Instituto Municipal de Arte y Cultura? De cualquier manera, quien debiera responder (y pedir por supuesto una explicación a sus subordinados) es el propio Pedro Ocejo. Del accidente de José Agustín, nadie ha dicho nada. Es patético.
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Un abrazo y lo mejor para José Agustín.
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Breves de la impunidad (Diario Milenio-Puebla 26/03/09)
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La madrugada del 14 de marzo los compañeros y colegas Federico Vite, Miguel Ángel Andrade y Álvaro Solís fueron agredidos físicamente por la policía en el Centro Histórico de la ciudad.
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Ellos interpusieron la denuncia e identificaron el número de la camioneta Dodge de la cual bajaron los encapuchados.
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Los tres fueron golpeados, esposados y pisoteados en la parte posterior de la camioneta, para luego ser abandonados a las orillas de la ciudad.
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Las autoridades encargadas de efectuar las investigaciones respondieron inmediatamente que esa camioneta Dodge no existe. Es decir, los golpes y la Dodge son visiones de Vite, Andrade y Solís.
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Lo que les sucedió a los compañeros escritores le puede suceder a cualquiera. Es decir: ellos no fueron agredidos, como lo apunta Mario Alberto Mejía en una de sus columnas, por jóvenes y melenudos. No: fueron agredidos por la mala suerte de toparse con la prepotencia policiaca. Hasta ahora no hay avances en las investigaciones. Asunto cerrado.
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El caso del Centro Escolar Niños Héroes de Chapultepec (Cenhch), dado a conocer en un video de Youtube de la Internet, es otro más de impunidad: la directora del plantel, Silvia Vélez Quintana Roo, tomando las instalaciones de la institución como una extensión de su residencia, organizó en el espacio de la alberca su inolvidable fiesta de cumpleaños.
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Del asunto se enteró el maestro Darío Carmona, titular de la Secretaría de Educación del Estado, y declaró que la directora del plantel se hará acreedora a una multa de 190 días de salario por usar las instalaciones del Centro Escolar Niños Héroes de Chapultepec (en donde se incluyó comida, música y alcohol) y una amonestación administrativa. No se le removerá de su cargo, pese a las protestas de los padres de familia que pagan anualmente una enorme cantidad de dinero por el manteniendo de las instalaciones donde estudian sus hijos. El secretario Carmona declaró (La Jornada de Oriente, 23 de marzo) que él no cree todo lo que aparece en el video. Asunto cerrado, igual que el primero.
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Hace unos días, en el campus de otra importante institución educativa del estado como lo es la Universidad de las Américas (Udlap), un hombre que vivía en una de sus casas, completamente desnudo de repente y sin aviso alguno, como suceden estas cosas, arremetió a golpes, hasta dejarla inconsciente y mandarla al hospital, a una señora que pasaba por ahí en ese momento. Afortunadamente lograron quitársela de encima, antes de que la matara, quienes se dieron cuenta del escándalo.
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Sin duda, el hombre no se hallaba en trance místico. No sé si hay un examen toxicológico practicado al encuerado de la Universidad de las Américas Puebla.
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Lo curioso del caso es que el rector Luis Ernesto Derbez sólo dijo, a través del Departamento de Comunicación Social, que ese elemento, al parecer de vigilancia, ya había sido separado del cargo. Quiere decir que el sujeto no fue entregado a la justicia para una posterior investigación.
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Asunto cerrado
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El clásico carpetazo.

miércoles, abril 22, 2009

Los alimentos terrenales



Canal 22-los martes a las 21:30.Guacamole Productions
Las letras y la gastronomía se encuentran develando sus misterios. Autores y personajes de la literatura serán la guía para explorar las recetas dentro de los libros y las letras dentro de las ollas.

martes, abril 21, 2009

Los alimentos terrenales-Martes 21, 9:30 PM Centro por canal 22

Un híbrido de cocina y lectura: las grandes obras de la literatura universal a la carta; todo dentro del contexto de una hacienda del siglo XVIII.
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Un retorno apócrifo al pasado del conductor, donde reencuentra el origen de sus pasiones: la gastronomía y la escritura.
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En cada capítulo se aborda una de las obras literarias, se realiza una plática-entrevista y luego se cocina esa receta.
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Pedro Ángel Palou vuelve a la hacienda que lo vio crecer, a la propiedad de sus abuelos, en donde, dentro de la vasta biblioteca de su abuelo y la deliciosa cocina de su abuela se forjan sus pasiones por la escritura y la gastronomía. En esta vuelta a sus orígenes se topa con escritores que lo acompañan en sus reflexiones literarias acerca de las grandes obras de literatura universal, y ayuda a guisar los platos de cada uno de esos libros.

La vida, extraviada II

Diario Milenio-México (20/04/09)
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III.
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La edad más difícil para perderse es, dicho sea esto con toda honestidad, la adolescencia.
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Después de leer a Baudelaire, a Benjamin o a Kerouac, ningún extravío es un extravío.
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La adolescencia, que es pura errancia, sufre de las limitaciones propias de las ideologías radicales o las misiones divinas. Perderse a los 14 o a los 17 es más un requisito que una aventura.
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El adolescente, a fin y principio de cuentas, siempre encuentra su casa. Cuando no lo hace, entonces se sabe, con toda la amarga certeza del caso, que ha empezado la edad adulta. El verdadero extravío.
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IV.
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Llegué a vivir a X, una ciudad cerca del mar, un verano de mucho sol saturado de bugambilias. Aunque todo mundo no hacía más que describirme la belleza del océano y la singularidad, acaso paradisíaca, de la costa, yo estaba tan llena de trabajo que, por meses enteros, no pude caminar por su orilla. El deseo de hacerlo no llegó sino hasta finales del invierno. Había disfrutado mi primer fin de semana verdaderamente libre y, después de comer y beber, después de platicar y callar con un amigo que venía de una costa aún más lejana, decidimos, como se deciden estas cosas, así, sin más, tomar el coche e ir a la playa. Eran, para entonces, las 11:30 de la noche y ninguno de los dos había tenido la precaución de llevar un mapa.
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Manejamos sin prisa y sin destino, guiándonos por un mítico a-la-izquierda, a-la-izquierda, por buena parte de la noche. Cuando tocamos el mismo compact tres veces y la conversación caía fulminada por el cansancio, tuvimos que aceptarlo sin cortapisas: no teníamos la menor idea de dónde estábamos. Entonces nos dimos a la tarea de preguntar a otros motoristas nocturnos, especialmente a aquellos que se detenían bajo los semáforos que, a esa hora de la noche, tenían un ligero nimbo lyncheano.
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—¿Cómo llegamos al mar? —preguntábamos con una inocencia que a los otros, jóvenes casi todos y en speed con toda seguridad, les resultaba altamente sospechosa. Supongo que era por eso que nos dejaban con la palabra en la boca, acompañados nada más del eco que dejaba en el aire húmedo el ruido de los neumáticos contra el pavimento en el momento del arrancón.
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—¿Dónde está el océano? —inquiríamos ya con algo de suspicacia propia ante los navegadores nocturnos de cerca-de-la-costa para recibir sólo risitas sardónicas o ventanillas en súbito movimiento vertical.
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Todo parecía indicar que el océano, tan cercano, tan obvio, tan material, quería escabullirse.
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—¿Falta mucho para llegar a la playa? —le preguntamos a otro motorista nocturno.
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—No —dijo y, para nuestra gran sorpresa, continuó—: Síganme si quieren. Voy para allá.
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A nosotros nos pareció absolutamente natural lo que hicimos: colocamos el coche detrás del suyo y, como si lo conociéramos de toda la vida o nos uniera una confianza ancestral, lo seguimos por debajo de puentes y sobre rieles metálicos, a lo largo de anchas avenidas sin tráfico y por enredados caminitos de laberinto. El solitario motorista nocturno nos condujo a su casa que, a todas luces, no quedaba cerca del mar. Cuando declinamos su invitación para tomar algo o ver, cuando menos, la televisión juntos, no fue por miedo o resquemor sino, más bien, pura terquedad: todavía creíamos que esa noche, esa noche y no otra, esa noche precisa llegaríamos a nuestro destino. Él lo entendió y, antes de dejarnos ir, nos dio las gracias.
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Nos encontrábamos en la hora más oscura cuando decidimos detenernos. Los dos estábamos cansados y, a esas alturas, no sabíamos ya ni cómo regresar. Supongo que la frustración y el agotamiento fueron los que nos hicieron estacionar el coche en el lugar al que al coche se le dio la gana. No tardamos, en todo caso, en cerrar los ojos.
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Tuve un sueño. En el sueño, la luz del sol y el bochorno me obligaban a abrir los ojos. Me movía lentamente después, tratando de recordar dónde estaba y por qué estaba ahí, mientras bajaba la ventanilla. Entonces lo reconocía: era el olor a océano. Y entonces abría la puerta y, corriendo como hacia un imán, lo descubría detrás de los matorrales. Sereno. Obvio. En perpetuo movimiento. Ahí estaba. El mar. Mi amigo, que me había seguido sin yo darme cuenta, murmuraba entonces:
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—Dimos con él —luego de titubear un poco, añadió—: O dimos con ella. Da lo mismo.
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No fue sino hasta su segunda y políticamente correcta intervención que me di cabal cuenta de que eso no era un sueño.
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V.
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Perderse para producir el contexto desde el cual es posible atisbar el yo.
Perderse para encontrar una isla de óxido en el tiempo.
Perderse para recordar, unos treinta años después, el momento de la pérdida.
Perderse para cumplir una misión.
Perderse para encontrar lo que no se buscaba.
Perderse para restar.
Perderse para vivir dentro del Gran Aro del No.
Perderse para desvariar y discurrir y disgregar.
Perderse para perder.
Perderse para decir la vida, extraviada.
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VI.
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Lo único que se consigue saliendo a caminar sin propósito es cansarse.
Kôbô Abe, La mujer de la arena

Adictos a la ignorancia

Diario Milenio-México (20/04/09)
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1 Qué sabroso no saber
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Si cuando menos la ignorancia doliera, produciría tal vez menos fatalidad. Pero es un hecho que no sólo no duele, sino además induce a solazarse en una deliciosa ligereza, cuando no una zopenca vanidad, anidada tal vez en la superstición de que el conocimiento pesa demasiado para ir por la vida con él a cuestas. Como tantas posturas insostenibles, la de los orgullosos ignorantes recurre con frecuencia al desafío, asumiendo que media docena de balbuceos remachados a extremos nauseabundos pueden más que cualquier argumento; mejor aún si se usan para interrumpirlo. Como tantos cobardes rencorosos y dispuestos a cualquier bestialidad con tal de que ésta no les comprometa, la ignorancia es por cierto bastante más temible que los peligros contra los cuales alerta, espeluznada como beata de pueblo. Si el viejo refrán dice que no hay abismo más profundo que la boca de un chismoso, vale pensar que tampoco habrá promontorio más chato que el criterio de un hincha de la superstición.
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Hoy que tantas conciencias profilácticas se recrean opinando en torno a aquellos temas que de manera ufana desconocen, como sería el caso de una hipotética despenalización de la mariguana, casi la única información concreta en circulación es aquella que nos reafirma en la sospecha de que quienes opinan no saben de lo que hablan. O en su caso pretenden no saber. Como Clinton, si un día la fumaron no le dieron el golpe. Parecería que hay un pacto de silencio entre los ignorantes y sus buenos amigos, los hipócritas, de modo que no se hable ni se opine ni se dictamine más que al amparo de la sombra del estigma. De muy pocos oímos lo que piensan; inferimos así qué tanto los desvela cuanto de ellos pudiéramos pensar.
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No es la mota, es el coco. No es una simple planta, es una plaga bíblica. Todo aquél que la venda será un asesino; quien la fume seguro va a enloquecer; y quien opine que hay que legalizarla será que está pacheco o es narcotraficante. No se explica cómo va nadie a despenalizar cualquier cosa por tantos años satanizada, sin antes echar luz sobre la materia y disolver las nubes de la superstición. Pues al cabo si el tema es la salud pública, mal puede protegérsele desde el fanatismo. Mal también se defienden las libertades individuales cuando se parte de un fariseísmo gazmoño que privilegia al gesto sobre el discernimiento. Antes que proponerse despenalizarla, convendría empezar por desmistificarla.
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2 De la bacha a la pacha
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La mariguana no es, como quieren sus más fervientes partidarios, inofensiva como un cigarro de chocolate. Tampoco mata a nadie, ni deja idiota a quien abusa de ella, aun si de pronto se requiere un experto para confirmarlo. Pues si bien el pacheco vitalicio difícilmente quiere mover un dedo para hacerle saber al mundo que aún existe y puede razonar, hace falta una dosis angélica de candor para atribuir al mariguano la peligrosidad del borracho. Si éste, como se dice, no come lumbre, menos lo intentará cualquiera de esos tragahumos cuyo estadazo tiende naturalmente a la contemplación. Si acaso tienen prisa, ésta es sólo por desacelerar la vida, que en su opinión se pasa de rauda. Sus pensamientos vuelan, aunque igual que sus sueños apenas dejan huella. Los borrachos, en cambio —más aún sus compadres, los cocainómanos—, razonan poco pero viven pronto. Son tercos e impacientes, más todavía si se topan con la pereza propia del pacheco, habituado a entenderse con sus semejantes en la medida que éstos fumen del mismo gallo. “¿Traigo los ojos rojos?”, cuenta el chiste que pregunta uno de ellos, y el otro le responde “¡Tú tráetelos!”.
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Ahora bien, no la totalidad de los que beben o fuman, y ni siquiera una porción mayor, acostumbra abusar hasta acusar los síntomas del adicto. Hay, por supuesto, mariguanos que pierden familia y trabajo por entregarse enteros a la bacha, y asimismo borrachos dispuestos a morirse con la pacha en la mano, pero ninguno de esos casos ejemplares alcanza para convencerme de que me abstenga de empujarme un par de buenos tequilas —y hasta otros pares más, si la ocasión pecara de memorable— sin por ello temer que voy a despeñarme como todos los beodos irredentos. Tampoco, al fin, soporta uno a esos pelmazos que se juran traicionados por el amigo que no quiere embriagarse hasta el coma, o hacen burla de quien rechaza la segunda, o le enseñan el plomo al secuaz que pretende zafarse de la farra. Joaquín Sabina, que algo sabe de estos bravos asuntos, ha opinado al respecto que quien es imbécil, con drogas dentro será más imbécil.
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3Inversión y derroche
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Sabemos, pues, lo obvio: siempre será más sana la abstinencia que el vicio, pero lo cierto es que ambos extremos espeluznan igual a quien no los frecuenta, que es la mayoría. Ahora mismo podría bajar a prepararme un gintonic para mejor centrar la reflexión, pero igual no me ha dado la gana, y de eso al fin se tratan estas líneas. La gente bebe o fuma cuando quiere, y eso da dividendos tanto a los proveedores de la golosina como a quienes sancionan su circulación. Da también para muchos enjuagues, si la ilegalidad fomenta su mistificación, y en tanto su consumo. En resumen, da para embrutecerse sin saber lo que se hace.
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Clamar que al ciudadano adulto le asiste el derecho a fumarse a la madre naturaleza es aún quedarse corto, si asimismo es preciso hacer valer su derecho a la información. Sería de una indolencia contraproducente la idea de quitarle los candados a cultivo, venta y consumo de mariguana, ya sea éste medicinal o recreativo, sin contemplar un plan de asistencia paralelo donde se bieninviertan los recursos hasta hoy malgastados en balas, rejas y candados. Nada que pueda armarse en dos patadas, ni en un solo país, ni de hoy a mañana. Pero si ya se ocupan tantos millones en combatir al narco y sus pistolas, bien podría desviarse parte de ese derroche multinacional a presentar combate contra la ignorancia desde mejor trinchera que la hipocresía. Una cosa es que hoy día la solución ideal resulte más o menos inviable, otra muy diferente que la insistencia en criminalizar la libertad individual resuelva lo hasta ayer jamás resuelto.

Aquellas pornografías

Diario Milenio-México (20/04/09)
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Ningún periódico capitalino consignó su intempestivo fallecimiento. No que me sorprenda. Y es que lo triste pero cierto es que el nombre de Marilyn Chambers dice ya muy poco —acaso nada— a la generación que bien habría de bautizar Román Gubern como la de El eros electrónico.
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Marilyn Chambers fue una estrella de cine porno y tal descripción, por definición, la fecha como una reliquia de ese momento fugaz en que la pornografía era filmada en 35 milímetros y consumida en grandes salas y aparecía edificada sobre un star system análogo al de las películas mainstream. Ese mundo hubo de durar poco: apenas las poco menos de tres décadas que caben entre la derogación del Código Hays, baluarte de la censura cinematográfica estadounidense, en 1966, y el lanzamiento de Mosaic, primer navegador de internet en conocer popularidad relativamente masiva, en 1993. Aun así, ni siquiera es posible concebir tal como la era del cine porno triunfal: buenos seis años habrían de pasar antes de que un puñado de productores de cine erótico aprovechara en su favor el colapso de la censura, lo que abriría al auge del cine porno en salas una ventana temporal limitada, a saber por la popularización de la videocasettera a fines de los años 70. No quedan, pues, como verdadera época dorada del cine porno, más que los escasos años que van de 1972 a 1977 o 78, hitos de la era que Ralph Blumenthal, reportero del New York Times Magazine, habría de bautizar como la del porno chic.
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Lo que queda claro ahora, a más de 30 años de distancia, es que las películas también lo eran o, cuando menos, aspiraban a serlo. Y no me refiero aquí sólo al soft-core glamoroso de Emmanuelle (1974), todo gasas al viento y collares de perlas (en más de un sentido), o a la muy seria (y un pelín solemne) exploración psicopolítica del erotismo de El imperio de los sentidos (1976), sino también al cine porno impuro y duro (¡durísimo!) de esos años, como aquella Tras la puerta verde que lanzara a la fama a Marilyn Chambers en 1972.

Los productores y directores de la cinta en cuestión eran los Hermanos Mitchell, Artie y Jim, quienes alentados por el mistral calenturiento del verano del amor, habían abierto en su ciudad natal en 1969 el O’Farrell, un teatro erótico que buscaba presentar espectáculos sexuales “de calidad”. De ahí a filmar Tras la puerta verde sólo había un paso: el resultante de ver Garganta profunda (1972) —la primera película porno dotada de una narrativa más o menos coherente y de una distribución masiva—, atestiguar su éxito comercial y su carácter de fenómeno cultural y pretender emularlo.
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A tal efecto, los Mitchell reclutaron a una Chambers joven y casi desconocida e hicieron de su elegante faz y su bella figura el gancho de una cinta que, si bien pretendía ofrecer la visión de toda suerte de actos sexuales, también se proponía contar una historia y hacerlo con recursos estéticos osados —mucho efecto fotográfico psicodélico, mucha ambientación decadente a lo wannabe Pasolini— y hasta con una agenda política liberal clara (fue Tras la puerta verde, por ejemplo, la primera película comercial en mostrar el encuentro sexual entre una actriz blanca —la propia Chambers— y un actor negro).
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Ahora Chambers ha muerto y con ella el último vestigio de una era, si no gloriosa, cuando menos entrañable: el tiempo en que el porno era más cruzada que negocio y sus aspiraciones libertarias se proyectaban en la pantalla comunitaria del cine y no en la solitaria de la computadora. Lo dicho: ya ni la pornografía es como antes.