jueves, enero 22, 2009

Bryce Echenique, ¿error de secretaria?

Diario Milenio-Puebla (22/01/09)
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He estado pendiente de las páginas de la Internet que acusan a Alfredo Bryce Echenique de plagio periodístico. Es grave la acusación que pesa sobre él pero tampoco ha sido, en la historia de la literatura, el único. Echenique nació en Lima en 1939, aunque luego pidió la nacionalidad española.
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Publica un sorprendente libro de cuentos en 1968, Huerto cerrado, y escribe una novela en 1970 que se daría a conocer de inmediato con un éxito impresionante en toda Latinoamérica, Un mundo para Julius.
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Echernique es un conocedor enorme de la realidad peruana, como lo fue Arguedas. En 1998 recibió el Premio Nacional de Narrativa en España. Otras de sus obras importantes son La vida exagerada de Martín Romaña, La mudanza de Felipe Carrillo, No me esperen en abril y La amigdalitis de Tarzán.
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Leo en la página electrónica y en algunos medios impresos que Echenique no ha sabido justificar la publicación, bajo su nombre y responsabilidad, de varios artículos que no le pertenecen.
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Ha perdido por lo pronto la imaginación, dicen sus críticos. Por lo menos –se dice– sus plagios han sido sistemáticos. Comenta el diario La República que "resulta desconcertante comprobar que uno de los escritores peruanos más laureados del mundo hispano haya sucumbido, reiteradamente, a la tentación del plagio.
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"Pero más decepcionante resulta leer los argumentos con los que se busca explicar la apropiación del trabajo ajeno. Insistir en la tesis de la negligencia de una secretaria resulta poco convincente."
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Todo comenzó con una carta de protesta escrita por Oswaldo de Rivero, dada a conocer por El Comercio hace poco más de una semana. El embajador sostenía que el artículo “Potencias sin poder” es de su autoría y que fue publicado primero en la revista Quehacer en marzo del 2005 y luego Alfredo Bryce Echenique lo publicó con su nombre en la página editorial de El Comercio el domingo 18 de marzo.
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El otro dato, que da a conocer El País, corresponde al la acusación que pesa sobre Echenique de parte de José María Pérez Álvarez. Acusa a Bryce Echenique de haber copiado un artículo suyo publicado en la revista Jano.
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“No voy a batirme en duelo con él ni tengo secretaria para mandarle una nota, pero esto es un atraco a la intimidad y al trabajo,” dijo irónico Pérez Álvarez, quien aún no da crédito al hecho de haber sido plagiado por Bryce Echenique. “La tierra prometida”, un artículo editado el 12 de noviembre de 2006 en El Correo de Lima, es una transcripción de “Las esquinas habitadas”, que Pérez Álvarez publicó en marzo de 2005 en la revista Jano.
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¿Error de secretaria? Me sigue costando mucho trabajo pensar que Echenique pueda ser un plagiario.

martes, enero 20, 2009

LAS POÉTICAS DE LA O

Diario Milenio-Puebla (20/01/09)
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Es difícil iniciar cualquier ensayo alrededor de la O sin pensar, aunque sea de pasada, en Historia de O, esa singular y singularmente bien escrita novela erótica que publicara, para escándalo de muchos, la francesa Pauline Reage (bajo seudónimo). Es igualmente difícil esquivar aquel maravilloso párrafo de La Puerta del Sol, del novelista y crítico libanés Elías Khoury: “Así que quieres el inicio. En el inicio no decían “Había una vez”, decían otra cosa. En el inicio decían: “Había una vez, érase que se era —o que no se era”. ¿Sabes por qué decían eso? Cuando leí esta expresión por primera vez en un libro de literatura árabe, me sorprendió. Porque, en el inicio, no mentían. No sabían nada, pero no mentían. Dejaban las cosas vagas, prefiriendo usar esa O que hace que las cosas que eran parecieran como si no fueran, y las cosas que no eran como si fueran. De esa manera se coloca a la historia en el mismo nivel que la vida, porque el cuento es una vida que no pasó, y la vida es un cuento que no se contó.”
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La O es una vocal que se presta al juego y al equívoco y, sobre todo, a la divergencia. Pasar por su aro (de preferencia en llamas) o conocerla “por lo redondo”, como el legendario rapaz lopezvelardiano, son cosas más bien complejas. Como las otras vocales, la O cuenta también, pues, con su semántica y, si le exageramos un poco, hasta con su política. Christian Bök y Oscar de la Borbolla, quienes les han dedicado libros a todas y cada una de las vocales en dos idiomas distintos, han llegado —acaso naturalmente— a poéticas de la O que apuntan a mapas humanos si no meramente opuestos, sí al menos de alto contraste. Y pongo el naturalmente en dubitativas itálicas porque no sé si estas nociones divergentes le correspondan de manera orgánica al inglés canadiense de Bök, el poeta experimental, o al español mexicano del narrador y filósofo De la Borbolla. Pero mientras la O de Bök es, como hace bien en notar Marjorie Perloff en “The Oulipo Factor. The Procedural Poetics of Christian Bök and Caroline Bergvall”, solemne y escolar, centrada en libros (books) y en figuras de poder universitario (provost) y en edificios bien establecidos (dorms); la O de De la Borbolla salta locuaz en una escena de sanatorio mental donde queda bien claro que “los locos somos otro cosmos”. Difícil colegir de inmediato si esta divergencia es, pues, producto de los temperamentos personales de los escritores o resultado, más bien, de lo que un idioma puede hacer —o no hace— con una vocal.
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Todo parece indicar que el 2001 fue un buen año para las vocales. Fue entonces que una editorial canadiense publicó Eunoia, de Christian Bök, y que la editorial Patria, en México, volvió en manos del público lector Las vocales malditas de Oscar de la Borbolla, un libro que Joaquín Mortiz publicara en 1991 y que, en publicación del autor, viera la primera luz en 1988. Eunoia, como el mismo Bök aclara, es la palabra más corta que, en inglés, contiene todas las vocales. Su significado es “pensamiento hermoso”. Nada podría estar más lejos del adjetivo “malditas” que en femenino y en plural (¿puede existir algo más marginal o digno de sospecha que esos dos vocablos juntos?) califica a las vocales de De la Borbolla. Tal vez desde ahí nace ya la diferencia de ruta entre dos textos que parten de reglas similares. Tal como el de De la Borbolla, el libro de Bök está formado por lipogramas, es decir, por textos en los que el autor ha omitido sistemáticamente una letra o, como en estos dos casos, varias vocales para dejar sólo una en uso. Guiándose por el gran principio oulipiano de que “el texto escrito de acuerdo a una limitación describe esa limitación”, tanto Bök como De la Borbolla compusieron, pues, textos univocálicos que han sido generalmente bien recibidos por la crítica de sus países de origen (al canadiense, de hecho, le valieron un prestigioso premio nacional de poesía otorgado en 2002). El mexicano llama “cuentos” a estos textos; el poeta experimental los denomina “poemas”.
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Además de remitir a destinos exóticos, la A de Bök dirige la atención a cercos del poder establecidos a través de la gramática (grammar) o la ley (law) o la prohibición (ban), salvaguardados por Marx o Marat o Kafka. La E, en cambio, es más suave (genteel), y la I (light) ligerísima. En la U, la vocal altisonante del inglés que la incluye en vocablos que es mejor no mencionar en voz alta en público, van a parar no sólo el esperable Ubu de Jarry, sino también la verdad (truth). Por otra parte, la A de De la Borbolla nos lleva directo al pecado y la carnalidad. En “Cantata a Satanás” una de las primeras palabras es el verbo amar. Contrario a la gentileza de la E del inglés canadiense, con la E del español mexicano, el rebelde se vuelve hereje porque es aquí que brota la ley y el regente. La I no es ligera sino triste (gris) y hasta exótica (I Ching) aunque Mimi ande sin bikini. Y tal vez aquí valdría la pena hacer una pausa para incluir al gran señor de las vocales en México: Cri Cri. De la Borbolla no siguió las mismas reglas para la U y acaso por eso fueran a parar ahí el vudú y el gurú.
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El contraste más obvio entre los alcances semánticos de las vocales en el español y el inglés emerge, sin embargo, alrededor de la O: la O que, en inglés, adquiere el tono grave de la solemnidad y se reconcentra en el saber de los libros y el poder de los rectores universitarios, y que, en el español de México, nos lleva directamente al mundo de la locura y del relajo. Ahí está, entero, ese érase que se era —o que no se era, del que hablaba Khoury.
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Es cierto que por su hueco pasan el dolor y el horror pero, por una vez, mientras llegan al otro lado de la realidad, también parecen olorosos olmos hondos.

lunes, enero 19, 2009

Gaza y el odio idiota

Diario Milenio (19/01/09)
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Vértigo y equilibrio
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Hay dos clases de individuos armados: el que adquirió las armas para darles uso y el que sólo las tiene para no tener que emplearlas. De las clases de karate a las granadas de mano, esta mera actitud distingue al reflexivo del resentido, o en términos más crudos al cauto del idiota. Cierto que a veces no queda más remedio que idiotizarse, así sea para sobrevivir en un ambiente secuestrado por la estupidez. Quienes ya de antemano elegimos vivir desarmados, cuando menos en lo que a plomo y pólvora se refiere, preferimos no tener que enterarnos qué tal anda nuestra capacidad de autocontrol. ¿Cómo saber en qué clase de idiota es capaz de convertirlo a uno el primer perturbado que se le cruza y decide agredirle? Hay quienes piensan que el solo hecho de traer una pistola en la guantera dice que el conductor es una persona madura y equilibrada; no estaría de más preguntar a cada uno de los energúmenos que se solazan encañonando al prójimo con su juguete para impotentes si personalmente se consideran maduros y equilibrados, arriesgándose a que sólo por eso el interpelado enfurezca y desenfunde. “¡Por supuesto que soy una persona equilibrada!”, estallará en la cara del preguntón, confundiendo equilibrio con puntería.
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No es fácil olvidar la primera escena del 2001 de Kubrick: el simio que, casi accidentalmente, se vale de un hueso para golpear y solazarse eliminando a otro. Un placer primitivo no muy diferente al del alumno furioso de ta-kwon-do que se deja arrastrar por el vértigo ciego de encajar el talón en costillas, quijadas y entrepiernas, si no para otra cosa se gastó tanto tiempo y dinero en aprender. Ahora bien, el problema no es tanto qué armas porta el extraño que se nos cruza. Armas puede haber tantas como botellas, vasos, cuchillos, tenedores y jarras en la mesa. Lo que habría que saber, y eso tal vez ni su analista lo sepa, es cómo anda su cuenta de escrúpulos. ¿Le hace daño dañar, o acaso no lo siente, ni lo advierte ni lo entiende? No da miedo la gente con armas, sino la que es inmune al dolor que ocasiona. Peor aún, la que encima juzga que al hacerlo imparte justicia, y se faculta así a hacer del luto ajeno causa propia. Helos ahí, cargados de razón, ilimitadamente vengativos, velando ya sus armas en vísperas del vértigo redentor.
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El dolor no contagioso
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Hay, por supuesto, de armas a armas. Recuerdo el sentimiento de superioridad fantasiosa que daba encañonar a otro niño con un rifle de diábolos, pero ignoro la clase de poder que experimenta quien ha de ir por la vida cargando una uzi o una kalashnikov. Verse todos los días temido, respetado u odiado, obligarse a estar siempre a la altura de esa imagen. Saber que buena parte de los vecinos y amigos se hallan en situación equivalente, y que ya la psicosis es tanta que nada aterra tanto al hijo de vecino como andar por la calle sin un arma, pues se sabe que la mayor parte de los armados está llena de furia y resentimiento, motivos por los cuales no suele desvelarles el dolor ajeno, ni alcanza a ser un tema de relevancia mínima. Necesitan las armas, se prestigian con ellas y ansían darles uso; saben que nada de eso puede hacerse sin el corazón seco y la cabeza puesta en el rencor.
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Parece chusca la propuesta de paz del gobierno israelí, contento con cerrar el paso de armas entre Egipto y la franja de Gaza. ¿O sea que después de conseguir multiplicar el odio terminal de los vecinos —ya de por sí azuzado por los fanáticos de su gobierno, terroristas confesos y orgullosos— esperan que la falta de armas los vuelva razonables y conciliadores? ¿Qué otra cosa va a repartir Hamas a sus conciudadanos, todos en la miseria, cautivos de una ciudad-ghetto bombardeada e invadida, como no sea odio y ansia de venganza? ¿Cuánto vale la vida hoy día en Gaza, una vez que los bombardeos recientes la devaluaron estrepitosamente? Estando, pues, la vida tan mal cotizada, será hoy mucho menos difícil convencer a los maltratados y aún más fanatizados ciudadanos de ponerse un chaleco repleto de explosivos y salir a cazar jerosolimitanos por docenas. Parecerá una causa justa y razonable, una vez que han quedado huérfanos, o viudas, o sin hijos, o en la calle.
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Al odio le sobran hijos.
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Razones, claro está, las tienen todos. Inclusive razones para ser idiota. Puede creerse que cada cohete lanzado por los terroristas palestinos hacia Israel era una invitación a la invasión, pero igualmente claro está que el estado de sitio en el que viven es una invitación a la insurrección. Si seguimos la ruta de las razones, no es difícil llegar a tiempos de Moisés. Demasiadas verdades contradictorias para arribar a una que las abarque, pero de ahí a matarse por esas razones debería haber alguna distancia. Hamas ha prometido acabar con Israel, con el odio de un parricida compulsivo. Si Saddam era el hijo perturbado de los americanos, Hamas creció aprendiendo a replicar lo peor del fanatismo israelí. En esta tradición —y como lo demuestra el palmarés de los Hussein junior— donde los descendientes tienden a salir corregidos y aumentados, no quiero imaginar a los futuros hijos de Hamas, crecidos y adoctrinados en medio de un resentimiento miserable que no obedece sino a sus propios ímpetus.
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No hay que saber gran cosa sobre armamento para asumir que los hoy humillados y rencorosos se harán de cuantas armas les sean precisas para vaciar en ellas el saldo de sus vidas descompuestas. ¿Importa todavía quien lanzó la primera piedra o la más grande? ¿De qué sirve saber que al final Israel es una democracia y sus ciudadanos pueden parar la guerra, si a estas alturas es lo que menos quiere la mayoría? ¿Cómo van a evitar que decenas o cientos redes clandestinas y ricas en recursos, así como gobiernos fanatizados y autoritarios, provean a Hamas de cuanto parque sea necesario para ir adelante con su cruzada? ¿Es tan difícil entender que el rencor —cuyo IQ, lo hemos visto, es más bien bajo— tolera la vergüenza paranoica de vivir desarmado?

El hombre que vino a cenar

Diario Milenio-México (19/01/09)
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Lo más probable (o cuando menos la versión de Walter Winchell, primer columnista de chismes en la historia del periodismo y voz autorizada con respecto a toda suerte de temas baladíes) es que el Brandy Alexander deba su nombre al de un restaurantero neoyorquino. Contaba Winchell que, en 1905, un organizador de banquetes llamado Tony Alexander fue contratado por la compañía ferroviaria Lackawanna Railroad para ofrecer una cena en su restaurante de Times Square. Dado que la campaña publicitaria de la empresa era protagonizada por un personaje ficticio llamado Phoebe Snow —una caricatura de socialité neoyorquina, siempre vestida de blanco, que podía viajar sin manchar su níveo guardarropa gracias a la pulcritud de los vagones—, Alexander habría sido conminado a preparar un menú compuesto en exclusiva por platillos blancos. Lo que fue servido esa noche a los comensales es asunto que ha quedado extraviado en las nieves eternas pero, al menos de acuerdo a Winchell, lo cierto sería que, puesto a crear una bebida para la ocasión, el ingenioso restaurantero habría dado en inventar el coctel blanquísimo que hoy lleva su nombre, ese que combina aguardiente de uva con crema de cacao y crema a secas (o, mejor, a grasosas) y cuya apariencia recuerda en gran medida a la de la malteada de vainilla, sólo que servida en copa de martini.
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He aquí una historia que no hacía gracia alguna a Alexander Woollcott, quien habría de dedicar buena parte de su vida a postular su propio nombre como inspiración del de tal bebida, su favorita. ¿Que quién fue el tal Alexander? Hoy pocos lo saben. Figura, sí, como nota a pie de página en numerosos recetarios de coctelería. Pocos, sin embargo, recuerdan que, durante un buen par de décadas —los 20 y los 30—, Woollcott fue el crítico teatral más relevante y temido de Nueva York, y que sus reseñas publicadas en las páginas del New York Times o del New Yorker bastaban para garantizar el éxito —o, con mayor frecuencia, el fracaso— de un montaje. (Reproduzcamos aquí dos de sus críticas más sucintas pero también más elocuentes: habría de sentenciar a propósito de una obra cuyo actor protagonista le resultara especialmente afectado “En el primer acto, ella se convierte en una dama; en el segundo, él se convierte en una dama”; en cuanto a otra, ya de plano insalvable, su reseña habría de constar de una sola palabra: “Ouch!”.) Cierto: el aforismo “Todas las cosas que de verdad me gustan son ilegales, inmorales o engordan” ha devenido inmortal… pero nadie reconoce ya en él a su autor.
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Rollizo y a un tiempo garboso y astroso (o, cuando menos, desaseado), Woollcott era tenido por celebridad en su tiempo. Fue contertulio de la Mesa Redonda del Algonquin, grupo de escritores que incluyera a la celebrada Dorothy Parker y que, durante una decena de años (1919 a 1929), se reuniera a comer y a intercambiar ocurrencias crueles y divertidísimas en el comedor de tal hotel de Manhattan. Trabajó como analista político en la radio y fue respetado y atendido en tal empeño. Actuó en un puñado de películas. E incluso habría de ver su personalidad a un tiempo efervescente y vitriólica reflejada en el personaje principal de la muy hilarante obra de teatro The Man Who Came to Dinner, escrita para hacer su homenaje y su escarnio por sus amigos George S. Kaufman y Moss Hart. Sin embargo, lo que nunca logró Woollcott fue escribir un buen libro.
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Algunos achacan su fracaso literario —y el de todos los integrantes de la palomilla del Algonquin, a excepción de Parker— a la frivolidad, tenida por sino de un grupo de escritores más preocupados por el próximo chascarrillo que por la literatura. Yo, que soy su admirador, prefiero pensarlo incapaz para los empeños literarios de largo aliento pero sobredotado para el epigrama. Y es que me cuesta trabajo imaginar a un escritor capaz de describir Los Ángeles como “siete suburbios en busca de una ciudad”, o de hacer un diagnóstico tan soberbiamente sacrílego como que “leer a Proust es como hundirse en el agua sucia de la tina de otra persona”, como alguien carente de talento.
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De seguir vivo Woollcott, justo hoy cumpliría 121 años. Brindemos, pues, con un Brandy Alexander —siempre suyo— a la salud del hombre que vino a cenar. Y lamentemos que la despiadada historia de la literatura no le haya permitido quedarse a amenizarnos la sobremesa.

Un viejo amigo

La Chingada por Botellita de Jerez, a propósito del Laberinto de la Soledad

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