martes, diciembre 29, 2009

ODNI (Diario Milenio/Opiniòn 29/12/09)

A diferencia de muchos, suelo sentirme bien en los hoteles y las salas de espera de los aeropuertos. Me gusta la libertad que da el anonimato de las grandes ciudades y disfruto sin mucho rubor de las comodidades así llamadas impersonales. El trato universalmente uniforme de los grandes almacenes no me cae mal. Lejos de sentirme abatida ante el prospecto de un viaje a solas, me regocija la idea de hacer con mi tiempo lo que me venga en gana, llegándome a emocionar incluso con lo que, de ser el caso, descubriré. Los murmullos inentendibles, especialmente los pronunciados en varios idiomas, sólo me ayudan a concentrarme mejor en las páginas de un libro o en las teclas de la computadora. La idea de pasar horas o días enteros escribiendo no me parece descabellada. Soy, lo que se dice, un individuo más bien errante cuya noción de hogar se ha vuelto flexible con el tiempo.
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Todo eso es cierto.
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Pero entonces llega diciembre —mi mes favorito— y con diciembre llegan los viajes de regreso y los parientes y las reuniones alrededor de la mesa y la efusividad. La comida y la bebida y la conversación sobre experiencias compartidas y recordadas al unísono se vuelve ley. Es entonces que empiezan a aparecer de la nada los ODNIs, esos objetos domésticos no identificados que, en resumidas cuentas, significan hogar. A veces, como sus parientes más cercanos los OVNIs, cruzan con parsimonia el aire (en este caso casero), aunque más frecuentemente se deslizan terrestres por el ámbito familiar. Transparentes de tan obvios. Entrañables pero ignorados. Identatarios: uno es uno y su ODNI favorito. De uso común. Históricos: un ODNI deja huella y hace mella. Asunto de todos los días. De una discreción acaso apabullante. El pie de página de la cotidianidad. Materia de tacto. Los ODNIs no llaman la atención pero sí conminan el placer o la memoria. He aquí unos cuantos.
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1 Puedo venir de cualquier lado, pero tan pronto como me toca secarme con las toallas blancas e hirsutas que son el sello del hogar materno no puedo dejar de sentirme en casa. No se trata de las toallas suaves y sin personalidad que apenas si absorben la humedad del baño, sino de esos otros rectángulos hechos de algodón 100%, de preferencia egipcio, que, secos, resultan ásperos y duros al tacto. Se trata, en efecto, de esas toallas que al contacto con la piel húmeda dan la sensación de ser una recortada barba masculina. No son nuevas, eso es obvio. Son las toallas que, conforme resbalan por el cuerpo, se van poniendo lacias y afables y tibias. Dentro de su abrazo, absorta como nube, presa de un bienestar que es tan físico como mental, me inmovilizo. Podría pasar horas así. De hecho, podría pasar toda una vida así. Pero hay que vestirse y peinarse y continuar.
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2 Hay más modelos que fenotipos humanos, pero las mías, las mías, las mías, son de felpa y tienen más de cuatrocientos años sobre la superficie terrestre. No las llevo a ningún lado porque las perdería (soy olvidadiza) por eso cuando regreso y las veo a la orilla de la cama sé que estoy en casa. Las pantuflas son cosa seria. Uno puede prestar sus libros, sus discos, su ropa, su casa, pero no puede, en honor a la verdad, prestar sus pantuflas. Amoldadas al pie de maneras acaso inmemoriales, las pantuflas son más una radiografía de una forma de caminar (que es una forma de vivir) que una protección para una extremidad del cuerpo. Pero cuando el pie desnudo entra en su refugio y, ya tibio, se lanza sobre la duela de la casa, uno sabe que ha amanecido. Que todo es cierto.
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3 Estoy perfectamente al tanto de que es posible conseguir un café, a veces bueno, en comercios varios. Pero nada dice hogar como una cafetera italiana, acompañada de su correspondiente moledora, y el aroma de un café matutino. Moler el café debería ser un requisito universal, pero lo es al menos en los espacios que denomino hogar. Ahí está el ensere doméstico que, al ser encendido, me anuncia que este (y no otro) es el despertar. El sonido de las aspas. El proceso de triturar. Ya con la cafetera sobre la flama, sólo queda esperar el sonido del agua en punto de ebullición. El ascenso. La abrupta emanación. Y, luego, ahí, todo entero, el aroma. Cuando uno coloca la taza en la orilla de la boca, uno está en realidad listo para ingerir un refugio.
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4 Los long play, por supuesto. A lo largo de los años fui adquiriendo discos de 33 revoluciones (así se les llamaba, en justa comparación con los de 45) que se fueron quedando en casa. Cuando regreso, pero cuando en verdad regreso (no cuando voy de pasada sin mirar de lado), siempre me doy tiempo de sacarlos de su funda, limpiarlos cariñosamente (y ése es el adverbio adecuado) y colocarlos sobre el torna mesa donde dan vueltas y vueltas bajo una aguja. Me da risa la expresión estar “bien tocadiscos” pero supongo que se refiere, entre otras cosas, a ese inútil girar, a esa vacilación de cosa circular. Lo que viene y lo que vuelve a irse. Algo sin final. Puedo pasar horas escuchando la música y poniendo atención también al contacto entre la aguja y el acetato que la hace posible. Puedo pasar horas rememorando la vida como solía ser bajo el influjo del sonido sucio de los discos.
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5 Por otra parte, confieso que nunca he entendido la importancia de las licuadoras.

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