martes, diciembre 15, 2009

Juan Carlos Bautista (Milenio/Opinión 15/12/09)

Cada que paso por la Ciudad de México no puedo dejar de hacer mi visita ritual al Marrakech —el antro que Juan Carlos Bautista y Víctor González abrieron no hace mucho en la calle de Cuba, justo en el centro del centro. Ahí, entre paredes mareadas de rojo y bajo el amparo del blanquísimo candelabro que ilumina la barra se encuentra la caja registradora detrás de la cual se aposta uno de los mejores poetas de México. Estoy al tanto de que el Marra se ha convertido en El Antro de la ciudad, pero yo no voy ahí por eso. A Juan Carlos Bautista lo conocí hace más tiempo del que es recomendable admitir en público, como compañero de una de aquellas insignes becas del Centro Mexicano de Escritores —ya sin Rulfo y sin Elizondo y sin Arreola—, donde a los dos nos daba por hacerle al cuento. Antes nos habíamos topado en algún auditorio de la UNAM, adonde ambos habíamos acudido, puntualmente aunque bastante desaliñados, para compartir el premio de poesía que otorgaba ese año la revista Punto de Partida. Entre una cosa y otra habíamos coincidido ya en una gama bastante amplia de marchas citadinas, en mítines de variopinta denominación, en las páginas de La Guillotina (más como lectores que como autores) y en las fiestas incendiarias de la mítica Casa Vieja, aquella construcción de otra manera anodina que albergaba los festivos desmanes y la música estridente que entonces prendía a la izquierda de la izquierda.
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Nadie en aquellas lejanas eras habría presagiado que la amistad resistiría el paso del tiempo, pero a Juan Carlos me lo seguí encontrando usualmente por azar (siempre tan original, solía decir un amigo) en las calles o en librerías o en fiestas de aliados comunes. De poco en poco, entre abruptos resúmenes de todo lo acontecido durante el lapso en que no nos habíamos visto y súbitos intercambios de libros tanto propios como ajenos me fui acostumbrando a la presencia a la vez mesurada e iluminadora de Juan Carlos. Recuerdo perfectamente cómo y cuándo recibí mi ejemplar de El cantar del Marrakech, ese largo poema erótico donde la ciudad se vuelve carne y la carne se torna íntimo pálpito. Era, como atestiguó en la dedicatoria, una marcha de alzados. Era el inicio de aquel enero de 1994. Yo había salido corriendo del sótano del archivo de Bucareli (se había recibido para entonces la segunda amenaza de bomba) donde llevaba a cabo mi investigación y, como guiada por una inercia mayúscula, fui a dar con la calle por la que pasaba la marcha gigantesca con la que la ciudadanía exigía el desalojo del ejército de los altos de Chiapas. Avancé con ellos por un buen rato y más pronto que tarde, como lo presentía, encontré a Juan Carlos. Intercambiamos los puntos de vista de rigor antes de que me preguntara si ya tenía su libro. Cuando le dije que no, entró a la librería del Palacio de Bellas Artes y salió con él en mano. La dedicatoria la escribió medio encorvado, apenas sostenido por los escalones de la entrada del palacio donde tantos y tantos han esperado (a veces a Godot y a veces al amor y a veces a ambos).
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El cantar del Marrakech se convirtió desde el inicio en un libro insignia para mí. Un libro de cabecera. El tipo de libro al que uno va cuando hay sequía y todo alrededor se vuelve melga y uno necesita (¡por dios! ¡por lo que más quieran!) un buen trago de agua fría. La ciudad de México que yo amé estaba toda ahí, extendida: las nalgas de sus estatuas vivas por primera vez. La sexualidad de los soldados y la sentimentalidad de las vestidas hacían acto de presencia ahí, en aquel primer Marrakech del primer cuadro de la ciudad del que Juan Carlos hablaba con característica devoción y más característico conocimiento de causa. Más personal que autobiográfico, más cercano a la complicidad de la celebración que al hermetismo de la confesión, el cantar alzaba ante mí las palabras del cuerpo y del amor y de la ciudad con un descaro lúcido y una valentía más bien relajienta. Nadie en México, a mi entender, estaba haciendo algo así. Y pocos lo han intentado después con tanto acierto como en ese libro.
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Todo esto para decir que cada que me apersono cual peregrina en ciernes en esa catedral inaudita que es el Marrakech me veo tentada (como se dice que lo tienta a uno el diablo) a contar esta historia. Me explico. El más ligero de los vistazos al lugar da cuenta de que, aunque la clientela es diversa, la mayoría de los muchachos y muchachas que bailan hasta entrada la madrugada nacieron muy a finales del siglo XX. Son el tipo de gente que al oír el término Guerra Fría piensan que se trata de una nueva bebida que involucra vodka y licor de mandarina y mucho hielo. Se trata del tipo de jóvenes que al escuchar la expresión “me cayó el veinte” se le quedan mirando a uno con estupor, preguntándose en silencio qué será ese veinte y dónde, de haber de verdad caído, cayó. En una de ésas, y este es mi temor más grande, son el tipo de gente que nunca visitó una oficina de telégrafos y jamás escribió un telegrama. Por eso y no por otra cosa, cada que entablo algo parecido a una conversación en el Marra suelo lanzar con la delicadeza del caso las siguientes preguntas: ¿Pero si sabían que hubo un primer Marra aquí cerquita, detrás de Palacio, pero que no era éste, no? ¿Y si saben que el hombre ése que está detrás de la maquinita registradora tocando billetes de colores es, además de activista, un poeta de a de veras? ¿Y si saben que uno de los poemas más entrañables y emblemáticos de la ciudad y sus sexualidades responde al nombre de El cantar del Marrakech? Las respuestas que recibo, a qué decirlo, suelen involucrar tantas versiones del vocablo “no” que uno pensaría que se trata, como lo dijera Emily Dickinson, de la palabra más salvaje. Valga pues este pequeño texto para evitarme la congoja de esas respuestas (y la ronquera del día siguiente). Ya entrados en gastos, valga este texto para decirle al que me preguntó, envalentonado sin duda, qué se sentía leer El cantar del Marrakech, que es como cuando te subes a la barra y empiezas a moverte y, entre una cosa y otra, ves proyectadas sobre la pared de enfrente las imágenes de Lyn May y Piporro, y estás entonces a punto de quitarte la camiseta esa pegadita de color negro justo antes de entornar los ojos.

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