domingo, noviembre 08, 2009

Visitando el siglo XIX- (El universal/ Opinión 08/11/09)

Siglo lleno de contradicciones y debates. De la invención del país por sus élites letradas y económicas. Son los criollos, y luego las élites dominantes, con nuestra tentación decimonónica a la dictadura, quienes detentan el poder, inventando el concepto de nación. Su primera actividad consistió en legitimarse en ese poder ahondando en la diferencia: se estaba dispuesto a ser europeo, no español. El mismo discurso de Bolívar —y Sarmiento— de otras latitudes está inmerso en esta esquizofrenia.
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Nuestros patricios, por un lado, tienen que educar a esos bárbaros que son sus coterráneos. Por otro, los valores europeos son su única referencia. Inventar el país exigía negar la Colonia; operando una doble retorsión discursiva inauguraron el presente como su único tiempo posible. Un presente tan lábil y veloz que permitía inventar o reinventar al país en dos años. Santa Anna es una figura epigonal de este andar. Pudo ser centralista y federalista casi al mismo tiempo, amigo y enemigo. Y cuando el discurso dejaba de tener valor se recluía por meses en su hacienda de Veracruz esperando a que una nueva vuelta de tuerca lo regresara al poder, su única palabra verdadera.
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Si lo que caracteriza el paisaje americano es su exotismo y con el discurso apelo entonces a mi cultura para domeñarlo, yo americano retuerzo mi diferencia en un giro letal que alcanzará sus más altas expresiones con la ebullición romántica tan contradictoria de un Altamirano. Dando la espalda a España, los latinoamericanos —término galo— voltearon a Francia y construyeron el discurso de la identidad en vilo.
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En juego estaba nuevamente la hegemonía del discurso y su poder. La cultura dominante (la hispanidad colonial expulsada), los elementos marginales (indígenas y africanos), las importaciones de culturas nuevas (Inglaterra y Francia) y las identidades nacionales sufren un reacomodo. Había que empezar de cero. En ese reacomodo se jugó una de las cartas más importantes de nuestra historia, apostando por una cultura unitaria, marginalizadora. El ideal americanista de Bolívar en su Carta de Jamaica encierra la necesidad de aquel ideal nacional, instaurando uno de los mitos de la modernidad. No hay que perder de vista, sin embargo, lo que afirma Bolívar Echeverría, al pensar que la nación moderna saca su derecho a existir de la empresa estatal que una sociedad de propietarios privados pone en marcha en torno a un conjunto determinado de oportunidades monopólicas para la acumulación de capital.
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Y esto se hizo en toda América: la acumulación de capital simbólico y la detentación del poder que le va aparejada. El caso de Sarmiento y de Alberdi en Argentina es significativo: hablan de recolonizar al país, de ser los nuevos europeos de América. Durante el siglo XIX se buscó esa integración mediante la renominalización: la Hispanoamérica de Bolívar, la Latinoamérica de los sucesivos congresos del mismo nombre (1847, Lima; 1856 y 1864, Chile) y que fundó el arielismo de Rodó pero que le debe mucho a la política expansionista de Napoleón III, y a la Iberoamérica, la Panamérica y la Indoamérica que no alcanzaron estatus integrador como las otras.
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Podemos agrupar los diversos proyectos nacionales en tres grandes ejes: el proyecto de organización nacional (conservador oligárquico que pretende el mismo sistema colonial de prebendas sin la dependencia con la metrópoli); el liberal-criollo (contra el mestizaje y la barbarie); el tercero puede denominarse liberal-mestizo (el de Justo Sierra en México o el de Martí en Cuba).
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Ese tercer proyecto, sin embargo, no estaba sustentado en una burguesía orgánica por debajo de la oligarquía y pagó caro el costo de la industrialización, en la que apostaba su proyecto modernizador con capital extranjero. El origen de nuestras nacionalidades es una tensión que no ha podido ser superada porque se apostó por un proyecto urbano de élite y se marginó cualquier otro discurso. En el tránsito del romanticismo al positivismo se afianzan las tres preocupaciones fundamentales de Bolívar: la valoración del pasado, la cuestión de la identidad continental o el ideal americanista y la formación de los estados nacionales. Por ello, es necesario comprender cómo se articularon las formaciones sociales y económicas con las discursivas en el siglo XIX y la dislocación entre ideología y práctica social; porque se negaba la Colonia por ser un pasado ilegítimo como para fundar en él las raíces de la nacionalidad y lo que se estaba haciendo era, en realidad, descalificar el propio discurso fundacional.
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El conflicto cultural del XIX es producto de la tensión entre el proyecto de las élites enamoradas de la modernización y de la Europa industrial o de EU, y el proyecto de la vasta mayoría de los latinoamericanos —otras élites no hegemónicas y las clases populares—, que perdieron la batalla ante los mitos de la urbanización, la industrialización y la modernización que, contradictoriamente, basaba su economía en el latifundio, la exportación y la dependencia. Adolfo Castañón ha pintado a este tipo de sujeto social latinoamericano: “En cuanto americano, ejercería doblemente su tarea ilustradora y didáctica en la tierra insuficientemente conocida donde la liturgia católica apenas si recubría los rituales, vestigios de hieráticas y crueles teocracias. Aquellas tareas ilustradoras y didácticas eran misiones de las que él mismo se había hecho cargo, enriqueciéndolas de paso con cierto espíritu de fundación”.
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Esta paradoja nos marca desde el inicio, desde la Nueva España en la que indios y españoles apenas convivían, a la no lograda unificación borbónica, al sueño republicano liberal triunfante con Juárez —después de habernos jugado el territorio y la fe entre centralistas y federalistas, masones y católicos, siempre con el sueño monárquico rondándonos como una pesadilla—, en el que todos quisimos ser iguales bajo la ley sin que se rompieran los privilegios de las élites. Esas élites que el porfirismo —y la revolución institucional, si se quiere— nutrió y protegió con su manto. Una culpa que está en no habernos visto, en no habernos reconocido en la diversidad, no en la unidad.
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En el México actual, desigual y fracasado, que se jodió, no podemos darnos el lujo de dejar de pensar y de actuar. No de dedicarnos al show del bicentenario. Nuestra élites quieren desperdiciar una fecha para el debate convirtiéndola en espectáculo mediático: y el puro día 16 de septiembre de 2010 nos va a costar ¡60 millones de dólares!, que vendrán seguramente del ahorro de haber apagado la luz, a la fuerza…

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