sábado, noviembre 07, 2009

¿Que no ves que todos se están muriendo?-Nicolás Alvarado (El Universal/Opinión 06/11/09)

Me hubiera gustado no ser agramatical (y es que lo correcto habría sido decir “todos están muriéndose”). De hecho, me hubiera gustado no ser histriónico, no parecer histérico, no violentar a mi mujer, no ponerme a gritar como un loco, no hacerlo, sobre todo, en la vía pública, no convertirme de súbito en un señor desquiciado que peroraba fatalidades a grito pelón, sobre una banqueta de 5 de Mayo. Pero ése –¡ay!– fui.
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Era un sábado de agenda repleta. A las dos debía asistir a San Ildefonso para entrevistar a un fotógrafo de imágenes sorprendentes que terminó por depararme una sorpresa adicional (y malhadada) al resultar no sólo imbécil sino de una impuntualidad francamente majadera. A las cuatro llegué, con una hora de retraso y un genio de los mil demonios, al restaurante Mercaderes, donde, por arrojarme a los brazos siempre amorosos de Eunice, cometí el dislate de no saludar a su ginecólogo, sentado por absurdo azar del destino en la mesa contigua. (A la fecha no me arrepiento: un hombre decente no es gentil con quien conoce las oquedades de su esposa acaso mejor que él mismo.) No comí: me atraganté un plato de cualquier cosa –y eso que la cocina del Mercaderes me gusta– mientras mi mujer, que a esas alturas había llegado ya al café en humillante soledad, escuchaba lo mejor que podía mis ansiosas incoherencias.
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Se nos hacía tarde. Teníamos que pasar a visitar a mi abuela, en convalescencia simultánea de una peritonitis subproducto de cálculos vesiculares y de una fractura de cadera, antes de que la mujer que conduce mi vida (y mi coche) me depositara en el hospital, donde mi programa era pasar la noche en vela junto a mi padre, a quien recién no sólo le había sido practicada una doble angioplastía sino que le había sido instalado un adminículo híbrido (¡es marcapasos!, ¡es desfibrilador!, ¡hoy-las-ciencias-adelantan-que-es-una-barbaridad-es-una-brutalidad-es-una-bestialidad!) para paliar su insuficiencia cardíaca (su corazón es made in China le digo, después de dos infartos y cuatro stents) y su concomitante hipertensión pulmonar. De ello, por supuesto –de ese cuadro triste y preocupante, a mi entender de entonces funesto, y no de la grosería del fotógrafo conmigo o de la mía con mi mujer, con su ginecólogo o con las enchiladas del Mercaderes–, derivaba mi casi inmanejable ansiedad.
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Pagamos la cuenta, salimos, pedimos el coche, todo mientras yo proseguía mi monólogo a un tiempo doliente e irritante, puntuado apenas por los vanos intentos de Eunice por calmarme. Fue entonces que proferí la frase incriminatoria –recordémosla en su melodramatismo galopante, en su pathos al agua, por así decirlo–: “¿Qué no ves que todos se están muriendo?”. (Si no me asaltara el pudor tipográfico yuxtapondría a las interrogaciones largas filas de admiraciones, ya sólo para sugerir mejor al lector lo desbordado de mi angustia… y de su formulación.) Ella, lógica, me recordó que no, que ni mi abuela ni mi padre se encontraban ya en trance de muerte, que por fortuna convalescían. Yo, patológico, le repliqué que no me refería a ellos sino a todos: ella, yo, el señor del valet parking, los transeúntes que me observaban con azoro, todos estábamos muriendo.
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Esa angustia de muerte –a propósito de ella pero, hipérbole mediante, también susceptible de provocarla–, me llevó al diván del psicoanalista, donde dos veces a la semana vierto mis cuitas, discuto sobre Octavio Paz y Albert Caraco (se trata, por fortuna, de un psicoanalista culto) y me esfuerzo porque mi formulación, estrictamente cierta, no me resulte tan agobiante. Enfrentado a problema más o menos idéntico aunque peor –el proceso de decadencia física y eventual muerte de sus padres–, Rafael Pérez Gay, mejor escritor y acaso mejor neurótico (todos los somos) que yo, se puso a escribir una novela, recién publicada por Planeta bajo el título de Nos acompañan los muertos. Como literatura es notable: catálogo de digresiones, de paseos, viene y va de la merma de quienes le dieron la vida a la de la ciudad que lo vio nacer, de las pesquisas históricas (¡cómo no!) a las psicológicas, todo mientras el whisky (single malt, claro) anega su garganta y sus penas y el agua –la muerte es una inundación de dolor– todo lo demás.
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Y como elaboración de duelo –a priori como a posteriori– es mejor: todos estamos muriendo; nos acompañan los muertos mientras morimos nosotros, muertos que acompañaremos a la siguiente generación.

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