martes, noviembre 17, 2009

La perseverancia de lo que es

Diario Milenio-México (17/11/09)
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Quería enterrar a Policenes, su hermano, y, por querer hacerlo, cosa que implicaba quebrantar la ley, Antígona se metió en problemas. Esa muchacha selvática de Atenas. Perseverante. Convencida. Apasionada. Alguien que “no sabe inclinarse ante las dificultades”. Una mujer que no sabe inclinarse. Punto.
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Joan Copjec publicó “La tumba de la perseverancia: sobre Antígona” en Imaginemos que la mujer no existe. Ética y sublimación en 2006. Ahí, apoya muy de cerca la lectura de Lacan, quien además de declarar a Antígona como la única verdadera heroína de la tragedia de Sófocoles ataca la interpretación de Hegel (al menos la presentada en la Fenomenología) en la que, muy en el sentido del coro ateniense mismo, el filósofo alemán critica tanto a Creonte como a Antígona por sus obvias terquedades. Copjec por el contario argumenta que “la perseverancia para llevar a cabo el entierro de su hermano es éticamente diferente a la fijación de Creonte con el cumplimiento de la prohibición estatal del entierro”.
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Independientemente de una argumentación antigoniana que parece excitar a los expertos, Copjec adelanta en este texto una teoría de la socialidad que, acaso por encontrarla natural, me deja perpleja. Dice ahí Copjec que nuestra manera de volvernos sociales se basa en, o en todo caso no puede escapar a, los lugares vacíos (y eternos) que dejan los muertos. Esta es la cita textual: “Cuando alguien muere deja atrás su lugar, un lugar que lo sobrevive y que no puede ser ocupado por nadie más. Esta idea construye una noción específica de lo social, que no sólo se concebiría compuesto por los individuos particulares y sus relaciones de uno con otros, sino también como una relación con esos lugares imposibles de ocupar. Lo social se compone, entonces, no sólo de aquellas cosas que desaparecerán, sino también de relaciones con lugares vacíos que no desaparecerán”.
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La paradoja me marea: en un mundo donde todo insiste en desaparecer (desde el trabajo hasta el cuerpo, por citar sólo dos elementos importantes de la modernidad), sólo lo desaparecido permanece. Esto: el lugar que se dice (¿qué se sabe?) vacío porque ha sido ocupado, ciertamente, y porque dicha ocupación, al ser plena, ha dejado marcas imborrables. Marcas que no dejan de significar. Las imágenes abundan: el lipstick, por ejemplo, alrededor de la taza de té ya sin líquido; las sobras después del festín; las arrugas que deja en la silla el que acaba de partir. El recuerdo. Lo que no está tiene sus maneras curiosas de hacerse notar. “Brillar por su ausencia” es uno dicho, sin duda, espectacular.
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Si la teoría de la socialidad copjeciana es cierta, entonces habría que tomar más en serio nuestros trasiegos con fantasmas. ¿Y quién no ha sentido el aliento tibio de lo que no está justo dentro del pabellón de la oreja derecha? ¿A quién no lo ha sorprendido la sombra que, asustada de sí, corre con gusto hacia el más allá? ¿Quién no ha entablado largas conversaciones con seres transparentes y menudos creyendo que habla solo en un pasillo del supermercado? Lo que no está es un campo magnético; el imán que no dejará de atraer la mejor de nuestras energías hacia su centro. Lo que no está nos obliga a dar. En el momento menos pensado, eso que no está nos obliga a ver. Las historias de epifanías y apariciones que terminamos por descartar por “irreales” o “improbables” o, sobre todo, por ser únicamente “producto de la imaginación” constituyen acaso la médula más cierta, en todo caso la más emocionante, de nuestras vidas. Como un eco apenas perceptible pero constante, esos trasiegos con lo que no está van configurando una cronología subterránea y, punto a punto, paralela a la vida de todos los días. Más invisible entre más cierta, y viceversa. Supongo que esa es la razón principal por la cual soñamos. Tal vez es, incluso, la razón por la cual escribimos. Los muertos.
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Para la selvática de Atenas, para esa Antígona a la que alguna vez conminaron de la siguiente manera: “si has de amar, ama a los muertos”, el problema del lugar eternamente vacío, del lugar nunca sustituible radicaba en que Policenes, a quien se empeñaba en enterrar siguiendo la ley de los dioses y la familia y desobedeciendo la ley del estado, era su hermano. Decía: “Si mi esposo hubiese muerto, podría haber tenido otro, y parido un hijo de otro hombre si hubiera perdido al primero, pero con mi madre y mi padre allá abajo, en el Hades, jamás podré tener otro hermano”. Incapaz, pues, de producir al sustituto del hermano debido a que, en sentido estricto, el hermano o hermana es dado o impuesto por el deseo de otros, Antígona opta por el llanto público y la piedad y, por consiguiente, la tumba, hacia donde avanza. A Creonte, por cierto, tal decisión le costaría a fin de cuentas un hijo y una esposa.
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Se trata, señala Copjec, del “carácter indestrucible de lo que es”. No una fijación (como la de Creonte), sino una perseverancia auténtica. No el deseo de la trasgresión por la trasgresión misma, sino la obediencia a una ley más alta. Eso es lo que guía a Antígona en su condición de ser hermana, a enterrar a Policenes. Eso es lo que guía.

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