miércoles, noviembre 25, 2009

El perro de la memoria-(Diario Milenio-México 24/11/09)

para Sara y Claudia y Marco y Carlos

Hace apenas un par de semanas escuchaba con algo de emoción y otro tanto de asombro las respuestas que Susana M.C. García Iglesias, la ganadora del primer premio Aura Estrada, le daba a un puñado de periodistas congregados en una de las alas de ese recinto sagrado que es Santo Domingo, en la capital del estado de Oaxaca. Recuerdo, por ejemplo, que le preguntaron qué tipo de libro anhelaba escribir. Y recuerdo con lujo de detalle su escueta respuesta: Un libro honesto. Recuerdo también que le preguntaron cuáles eran los temas con los que trabajaba. Y recuerdo su contestación: la memoria. Dijo: La memoria es como ese perro al que le avientan algo y siempre regresa con más. Ese, insistió, es el único tema de la literatura y es, también, el único tema de la vida. Después habló de otras cosas, el presente, por ejemplo, el pasado. Y más tarde se dio incluso tiempo para entonar alguna canción favorita frente al micrófono. Luego de escuchar sus respuestas me quedé contenta de haber participado en las conversaciones que resultaron en la elección de Susana como la primera ganadora de un premio entrañable. Ahí estaba, sin duda, una escritora: sólida, desparpajada, única, arriesgada. Ahí estaba alguien que sabía.

A mí todavía me faltaba entonces una semana más o menos para emprender otro viaje, esta vez hacia el Golfo de México: el puerto de Tampico. Me faltaban más o menos siete días para comprobar que, efectivamente, la memoria es un perro que siempre regresa con algo de más dentro del hocico. ¿Cuál es el mecanismo que desata la aparición clarísima de las imágenes del pasado? ¿Cómo es posible que rostros y escenas que uno jamás ha rememorado aparezcan en tropel y con lujo de detalle frente a los ojos alucinados? ¿De qué está hecha la sensación que brota sobre la palma de las manos y se extiende, después, como un ejército de hormigas, a lo largo de los brazos hasta llegar a la base de la nuca y de ahí a los labios? Naturalmente no tengo respuestas para todo esto.

Llegué a Tampico una tarde de viernes. Estaba nublado y, tal como me informaron de inmediato mis anfitrionas, se esperaba un norte que, aunque a fin de cuentas no se materializó, si dejó a su paso el rastro oloroso de una lluvia mansa. Los amigos que no tardaron en hablar por teléfono y presentarse a las puertas el hotel me lo informaron de inmediato: estaban listos para iniciar el recorrido por una ciudad en la que viví por una muy corta temporada hace más años de los que puedo admitir en público. Como suelo hacer en esos casos, opté por la única alternativa posible: me puse un suéter ligero y salí tras de ellos. Mejor dicho, pensé que salía tras de ellos, pero en realidad iba ya desde ese momento tras los pasos de mi infancia.

Las ciudades son como teclados sensibles. Basta con que el pie roce apenas la pieza indicada para que aparezca de inmediato la palabra completa que, justo en ese instante, parece haberse balanceado por toda una eternidad sobre la punta de la lengua. Así que esto era. Así que de esto se trataba, amiga. Desde el inicio me hablé al tú por tú con las callejuelas del puerto, con los saleros oxidados y las ventanas, que se cierran. Desde el inicio estuvo el tú por tú con la bandera negra que prohibía a los bañistas sumergirse en las aguas picadas del Golfo. Desde el inicio se dejaron escuchar todas esas voces: la de la abuela que pronunciaba la palabra “pacón” en lugar de pop corn; la de las tías que hablaban de béisbol y de cuadernos escolares; la del abuelo antes de caer ante los embates del cáncer. De repente, como en Comala, todo se llenó de murmullos y, bajo la apariencia de una ciudad contemporánea, surgió inaudita la ciudad de la infancia. Se trataba de un conglomerado urbano construido alrededor de las refinerías y las vías del tren. Todo ahí olía a algo industrial. Se trataba de un lugar atravesado por tranvías.

Ahí estaba la laguna que, hace muchos años, producía un olor insoportable y que ahora albergaba la oronda presencia de bastantes cocodrilos. Ahí estaban las escarpadas subidas que conducían entonces como ahora a la zona céntrica de los mercados y las plazas y los muelles. Ahí estaban todavía los vetustos edificios que alguna vez significaron afluencia y eficacia, pero que ahora yacían abandonados detrás de la negligencia o el desuso. Ahí estaban las refinerías y, a su alrededor, entre callejuelas todavía sin pavimentar, ahí aparecían las casas semiderruidas y los terrenos baldíos por donde pastaban, en plena ciudad, una manada de cabras. Ahí estaban las dunas y, sobre las dunas, los árboles de un verde deslucido que seguían enfrentándose al viento marino. Ahí el malecón. Las escolladeras. El mar.

Justo cuando caminaba bajo los almendros de la Plaza de Armas, mientras las palomas se disponían a comer migajas y los vendedores de globos daban ya la enésima vuelta descreída, pude ver a la niña de trenzas que correteaba dentro del kiosco. Luego pude ver su mano dentro de las manos pequeñas y curtidas de las otras manos femeninas. La abuela siempre supo de responsabilidad. Entonces las vi a las dos avanzar a paso veloz hacia la reunión ritual de la familia esa tarde nublada que los obligó a hablar a todos de un norte que nunca se materializó. Iban las dos, alborozadas, hacia el encuentro. Porque sí, antes de que las muertes vistieran a las tías de viudas, antes de que las traiciones y los engaños acabaran por desarmar matrimonios que daban la apariencia de ser la eternidad misma, antes de que el homicidio se llevara a los más jóvenes y los más frágiles y, sin duda, los mejores, antes, en la edad en que todo parecía ser lo que era, hubo una tarde gris que cobijó a los paseantes en su lento andar por las escolladeras. Era la misma tarde gris que, en ese momento, se decidió a acompañarme hasta el faro para observar, desde ahí, lo que ya nunca volvería a ser. Una familia feliz. Algo todavía completo. Supongo que fue el mismo perro del que hablaba Susana García Iglesias en aquel recinto de Santo Domingo el que se abalanzó, contra toda precaución y a pesar de la banderita negra, al mar. Supongo que su negra cabeza fue lo que vi un poco más allá de las bollas, justo en el punto donde el mar se convierte en cielo. Horizonte en fuga. Consuelo.

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