jueves, octubre 15, 2009

Lecturas de baño-Álvaro Enrigue (El Universal/Opinión 15/10/09)

Estuve por varios meses dándole vueltas a un problema: tener el magistral Libro del desasosiego, de Pessoa en el baño de invitados es un gesto literario, pero no del todo cordial. Aunque las entradas del dietario portugués tienen la medida e inteligencia exacta para acompañar a un huésped durante su estancia en nuestra casa y más allá, las meditaciones son un poco duras si a uno no le está yendo bien en la vida -el cual es casi siempre el caso. Nunca me animé, sin embargo, a devolverlo a su estante y sustituirlo por otro más alegre. Entonces me mudé a Tacubaya.
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Hay algo de épica ridícula en todas las mudanzas o cuando menos en todas las que suceden a partir de la edad en que uno ya empieza a tener cosas -siempre más de las necesarias y siempre insuficientes para estar cómodo con exactitud. Es un asunto operático en el sentido de que representa un espectáculo gigantesco en el que la intimidad de alguien se despliega en todas las dimensiones imaginables.
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¿De verdad nos importa que el joven Werther sufra tanto?, ¿de verdad es necesario dejar la reja con mis camisetas en el patio mientras entra el sillón?
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Todo es faraónico y un poco tonto en el acto de mudarse: la compresión, transporte y despliegue violento de lo que tenemos; el maquillaje excesivo de la casa recién habilitada; el dramatismo de los gestos de comando que implica coordinar a una serie de cargadores -eficaces y afinados como una sinfónica de gatos-: “El bambineto al cuarto de en medio”, grita uno como si estuviera soltando a la caballería germánica en Farsalia. Al final, la melancolía rotundísima se nos impone cuando el ballet de los forzudos deja el escenario y nos quedamos entre cajas repletas de cosas que ya se volvieron demasiado viejas.
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Como la ópera, mudarse tiene también mucho de cruda: no se acaba nunca y uno no hace más que decirse que no lo vuelve a hacer mientras está en ello.
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Luego sigue el tedio de ocupar todo el tiempo en taladrar paredes y cuajar repisas, volver a lavar todo lo que se había lavado 10 horas antes y que parece haberse multiplicado durante el viaje en contenedor. Hay actividades que se sienten irremontables como una tesis de doctorado: deshacerse de las cajas que quien sabe por qué ocupan más espacio desarmadas que llenas, esperar a los electricistas que no acabaron ninguno de los trabajos que tenían que terminar (lo digo sin querer poner ningún dedo en ninguna llaga; he estado tan concentrado en volver a tener una vida habitable, que cuando alguien dice “SME”, le respondo: “Salud”); esperar al infinito para poder ver el correo electrónico porque los empleados de Cablevisión son las personas más importantes, ocupadas y sangronas de todo el mundo.
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Sin embargo, en todas las mudanzas llega también el momento tan reconfortante de volver a montar la biblioteca -que por cierto es lo único que mejora con cada cambio porque los contextos nuevos le permiten exhibir su pátina de veterano de todas nuestras guerras.
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El proceso de realfabetización de los volúmenes es como un Facebook sin indeseables: cada libro remite a la mejor parte de un periodo de vida.
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El sábado pasado, por ejemplo, establecí las condiciones para llegar hasta la M y la tarde me alcanzó sin haber terminado ni la A. Estuve hojeando la edición de 1910 de la Enciclopedia Británica -según Emir Rodríguez Monegal, la base del estilo borgesiano-.
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Mi vida sigue siendo un revoltijo de cajas entre las que es imposible escribir ni una palabra, pero mi sábado fue insuperable.
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Ayer en la noche alcancé, trabajando con marcialidad teutona, la L. Entonces tomé la decisión que he estado posponiendo por años: saqué del baño de invitados el Libro del desasosiego y metí los diarios de Lewis y Clark sobre la exploración del río Missouri: las entradas de los dos exploradores tienen también la duración perfecta y ofrecen la virtud de devolver a los amigos entonados para la conversación: con ánimo curioso y naturalista.

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