martes, octubre 06, 2009

El cigarri-yo

Diario Milenio-México (06/10/09)
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Dejé de fumar el 28 de julio de 2003, a eso de las 2:35 de la tarde. Lo recuerdo perfectamente porque uno no termina una relación de 20 años por casualidad o sin consecuencias. Pero sobre todo lo recuerdo porque ése fue el último día completo que pasé en los Estados Unidos de América antes de emprender un regreso que terminó convirtiéndose, a pesar de mí o a sabiendas de mí, en El Regreso Mismo.
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Fumar, ese gusto o esa adicción, es un verbo que encarna de maneras por demás físicas mi relación cambiante, paradójica, encontrada, con el vecino del norte. Fumar, la actividad biológica que consiste en colocarse un pitillo de tabaco entre los labios con el único fin de aspirar el humo para después expulsarlo, es, en realidad, una actividad social. Fumar, quiero decir, es política.
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Fumaba antes de llegar y fumé todo el tiempo que estuve ahí. A pesar de o debido a que la actitud pública ante el cigarrillo se volvió más rígida y más policiaca con el paso del tiempo, nunca lo dudé. Yo era una fumadora y fumaría. Aún más: Yo era una fumadora Mexicana y, por lo tanto, fumaría. Categóricamente. La identificación nacional quedó así íntimamente ligada a mi cigarro. Yo sentía que los consumía a los dos, a la identificación y a la nacionalidad, incorporándolos a mi cuerpo, cuando el humo raspaba mi garganta, y que los dos se quedaban junto a mí, protegiéndome del exterior, cuando las madejas grises, elípticas, delgadas, danzaban alrededor de mi cabeza. Como bien lo dice Cristina Peri Rossi en ese largo obituario a su relación con el cigarro que es su libro Cuando fumar era un placer, el cigarrillo se convirtió en mi confidente, mi hermano gemelo, mi interlocutor, mi mano derecha, mi resistencia, mi manifiesto público, mi manera de estar afuera. El cigarrillo fue, ante todo, mi manera de enunciar, con cada una de sus letras, esa palabra que Emily Dickinson calificaba de salvaje: No.
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No al cuerpo-máquina que promovían sus gimnasios.
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No a la salud ficticia que defendían sus filosofías y sus clínicas.
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No a las alarmantes fotos de pulmones ennegrecidos.
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No a las pieles lozanas y los dientes blancos de los renuentes.
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No a sus zonas prohibidas.
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No al cuerpo intacto.
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No.
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No se me antojaba darles mi Sí.
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Breve Cronología de un Amor Verídico:
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1) Al inicio estuvo ese ligerísimo mareo que ocasionó la primera bocanada. Una especie de levitación. Esa manera casi imperceptible de perder el control.
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2) Los amigos. Los otros. Los rebeldes. Los creadores. Todos ellos fueron llegando poco a poco, cigarrillo entre labio y labio, pidiendo fuego. Dándomelo.
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3) Y el humo se elevaba en cuerpo y el cuerpo se volvía sólo humo. Así nacieron las letras. Abajo: una máquina de escribir. Arriba: la humareda.
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4) Una larga historia dentro de una voluntariosa (y brevísima) falta de ortografía: cigarriyo.
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5) I rest my case.
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Cuando dejé de fumar, cuando el cigarriyo se transformó en un cigarrillo, incluso en un simple cigarro, estaba enferma. Padecía de todo: me dolían las nubes y las vocales y los bosques y las rodillas y los anteojos y el sereno y los horarios y los murmullos y la falta de voz. Me dolía el esqueleto. Me dolían las uñas y el cabello y el océano. Me dolía todo lo que no tocaba México. Sabía ya que regresaba: un año sabático interrumpía, de manera por demás azarosa, un viaje de demasiados años. Y fue en ese momento, cuando decidí cruzar justo por el centro del gran aro de la palabra No, retándola de hecho, que dejé de fumar. Abandonaba así una larga historia de amor verídico e iniciaba una inverosímil historia de amor con el Sí. El mío.
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El regreso.
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De eso hace aproximadamente un año y seis meses. Todavía lo sostengo con cierta frecuencia entre los dedos. Nunca dejo de aspirar su aroma cuando alguien lo consume cerca. Me continua subyugando la atmósfera enrarecida que produce a su alrededor. Aún lo describo como elegante, alegre, balsámico. Lo sigo queriendo mucho, mucho, mucho, quiero decir. Lo querré hasta el último de los últimos de mis días. Lo sé bien. Pero cada que estoy a punto de ceder, cada que casi estoy a punto de encenderlo, cuando ya toca mis labios con su misma escandalosa caricia, recuerdo lo muchos años lejos y, de la manera más callada, de la más firme también, desisto de mi locura o de mi esfuerzo.
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En un país donde todo mundo fuma, dejar de fumar, por cierto, me ha ayudado a seguir diciendo, enfáticamente, No.

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