martes, octubre 20, 2009

Divinas chapuzas

Diario Milenio-México (19/10/09)
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El imbécil oculto
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En sus tiempos de gloria terrenal, Mike Tyson confesaba que al dar un alto puñetazo al adversario, lo hacía con la idea de sumirle la punta de la nariz hasta el fondo del cráneo. Más que un golpe, una tentativa de homicidio. Se comentaba entonces que Tyson acometía al otro como si entre los dos mediara alguna enemistad ancestral y fuera aquélla la única oportunidad de cobrarse los más terribles agravios, para deleite de la turba enardecida. No acabo de explicarme cómo podía esperarse que aquel acomplejado intransigente no terminara de perder la brújula una vez pertrechado con decenas de millones de dólares, aclamado y amado por hazañas que nadie mejor que él sabía descendientes de un rencor viejo, ciego e irrefrenable. Si otros se deshacían elogiando sus cualidades técnicas, él tenía que saber que su más grande mérito era el juego sucio. Más allá del estricto reglamento, no es posible mirar a un adversario deportivo como enemigo acérrimo sin convertirse en cerdo peligroso, y eventualmente monstruo sin control.
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Ascender a la gloria por medio de chapuzas o infamias camufladas es mirarse después por encima de leyes y reglamentos. Impune, invulnerable, indestructible. Es decir, a merced del peor enemigo, que es el que vive adentro y suele alimentarse de las pasiones menos presentables. Un animal agreste pero estúpido, pues amén de envidioso y revanchista es adicto a los polvos de la soberbia. Una vez que ha probado el placer arrogante de volar tan arriba y sin pagar, no habrá quien lo convenza de no ser el más grande siempre y en todas partes, ni aceptará siquiera la posibilidad de equivocarse. ¿O es que alguien se ha propuesto darle lecciones a él, que ha demostrado ser mejor que todos? Tratar de razonar con un fulano así es como discutir con un médico adicto a las drogas duras: jura nadie entiende como él lo que está haciendo. ¿Y qué hace el infeliz, sino ponerse en manos de su peor enemigo, mientras convence a todos de que es un imbécil? ¿Y si todo ese vuelo falsamente gratuito no fuera más que el miedo a enfrentar a ese imbécil y salir perdiendo?
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El karma de Supermán
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Es público y notorio que al estruendoso Diego Armando Maradona le gusta volar gratis. Tampoco es un secreto su megalomanía, ni su soberbia de orgulloso iletrado. La sola confesión de que efectivamente metió un gol con la mano en un Mundial y consiguió salirse con la suya, justamente después de haber anotado otro limpio y memorable, da una idea precisa del potencial dañino de un don extraordinario. La estrella no soporta la sospecha de hallarse por debajo de las expectativas que genera. Por más que ante el espejo de las cámaras se envaneciera de su astucia de malandro, lo evidente es la angustia del tramposo acomplejado a quien aterra no llenar sus pantalones. ¿No dijo acaso que era la mano de Dios quien había metido el segundo gol? ¿Quién sino Él para llevarse así con La Causa Primera No Causada, y en un descuido confundirse con Ella? ¿Qué Supermán quisiera acreditar la pequeñez penosa de su Clark Kent?
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Nadie entiende mejor que Maradona que ha dejado de ser el que fue, pero de ahí a aceptarlo media el descenso humilde que un adicto a la gloria no va a llevar a cabo ni de broma. No fue tan raro como sintomático que en la última parte de su carrera se hiciera cocainómano, si no hay como la coca para negar al sol e instalarse en su sitio, no faltaría más. El chiste en todo caso es no bajar. Granjearse enemistades encumbradas y arremeter contra ellas para explicar las ruinas a la vista, y cualquier día tatuarse la imagen del Ché para que el mundo sepa que lo suyo es la guerra de guerrillas. Pelear contra las reglas, al extremo de sólo aceptar las propias, y en acuerdo con ellas juzgar al mundo entero.
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Los trinquetes de Dios
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Si atendemos a la pura apariencia, el tramposo con causa no se siente tramposo. Le asisten, a sus ojos impertérritos, razones más allá de la razón, aunque en el fondo sepa que su causa tiene más de coartada que de cruzada. Se cuenta que en los vestidores del Estadio Azteca, minutos antes del partido contra Inglaterra donde hasta el mismo Dios quedó como un tramposo, el entrenador, Carlos Bilardo, habló a sus jugadores ya no de un partido de futbol soccer, como de una revancha por los muertos de la guerra por las Islas Malvinas. La venganza de Galtieri en los pies y la mano de Maradona. Juego sucio en el nombre de la guerra sucia, pero quién le habría dicho que no al cómplice y amigo del Padre Eterno. ¿Cómo no imaginarlo allá en las nubes, carcajeándose de las trapacerías de su contlapache?
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La sola idea de vivir al amparo de un Dios arrogante y tramposo llama al agnosticismo preventivo. Daría igual, entonces, imaginarlo vengativo y cocainómano. ¿Pero al fin qué jodida necesidad tendría un ente todopoderoso de volar sin pagar, cuando de cualquier forma no tiene a quién pagarle? Un día jugador, otro anfitrión televisivo, otro amigo y aliado de militares con fama de tramposos y megalómanos, otro entrenador de la Selección Argentina, Maradona soporta cualquier cosa menos salir del haz de luz de su leyenda. Es multimillonario e individualista, cobra las entrevistas como si fueran comerciales y defiende las dictaduras colectivistas como quien finge un foul en el área chica. Es un pícaro, al fin, pero un pícaro rico, poderoso y pagado de sí mismo que no soporta críticas ni contradicciones. Sus errores no pueden ser errores, sino el fruto perverso e insidioso de malas voluntades adversarias. Pura envidia, se entiende. Y allí está, ante las cámaras, defendiendo como cualquier rufián su calidad divina. Pues a sus ojos Dios es un rufián, y por eso le reza. Un día de estos, espera, peleará a navajazos contra Él, y con un par de trampas le arrebatará el puesto.

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