lunes, septiembre 07, 2009

Sonatina neoyorquina

Diario Milenio-México (07/09/09)
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Más acá de Times Square
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Los turistas frecuentemente se preguntan cómo es que los locales apenas si conocen las diversiones de su ciudad, más cuando éstas abundan y son famosas. ¿Cómo pueden los parisinos no frecuentar Montmartre, los romanos jamás entrar en el Coliseo, los neoyorquinos eludir Times Square? Por la misma razón, diría Borges, que en el Corán jamás aparece un camello. Voy atando estos cabos a media mañana, entre la calle 34 y la 42 de Manhattan, no porque me disponga a descubrir el hilo negro sino porque me gana una cierta alegría inexplicable. No tengo tiempo para hacer turismo, y ni siquiera un poco de shopping. Como tantos anónimos que van y vienen por las aceras de la Séptima Avenida —pícara, cochambrosa, vivísima— tengo trabajo y voy corriendo hacia allá. Si en otras ocasiones me sobró el tiempo para vagar sin rumbo y según yo sacarle jugo a la ciudad, ahora voy con premura de neoyorquino y de pronto me escucho canturrear.
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Seguramente en otra ciudad atraería la atención y hasta los pitorreos de los viandantes, pero si alguna garantía me ofrece Manhattan, ésta es que lo que yo haga a nadie le interesa. Puedo gritar, cantar o quitarme la ropa, que de seguro nadie se detendrá por ello. Puedo reír, berrear, blasfemar a placer y no seré sino un ínfima parte del paisaje. Todo lo cual me anima a seguir entonando cierta canción de los Flaming Lips que de pronto, llegando a Park Avenue, se transfigura en otra de Caetano Veloso. ¿Por qué es al fin tan raro que a la gente le dé por cantar por las calles? ¿Soy un freak si lo intento? ¿Tendría que buscar a un loquero y contárselo? Si he de dar mi opinión, es mucho más extraño el pueblerino que no cruza la puerta de su casa sin ampararse contra el qué dirán, y al cabo como dice la canción de Rita Lee: más loco está quien me lo dice y no es feliz.
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Cantar de vagabundos
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Llámenme imbécil, cursi, frívolo, ñoño, hueco, que de todas maneras seguiré canturreando. Tal es por el momento la única sabiduría a mi disposición. Tengo quince minutos para llegar al autobús que me llevará a Queens y no hay forma de que baje el volumen. Pienso que habrá decenas, centenares, miles de vagabundos y perturbados que cantarán también, no muy lejos de aquí, sin más móvil que el de sentirse vivos en una isla encantada sospechosa de ser centro del mundo. Una isla prodigiosa donde todo es posible y casi nada es digno de llamar la atención, entre otras cosas porque aquí desde siempre todo es llamativo. Además, ya lo dije, no tengo tiempo para distracciones. Ello me abre un espacio para albergar la fugaz ilusión de ser ahora y aquí un neoyorquino más. Alguien que no se ocupa de otra vida que la propia y va y viene dichosamente ensimismado, cantando nada más porque está vivo y libre y ésas son dos razones para celebrar.
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Hay gente que detesta verlo a uno contento. Suponen que sonríe nada más por joderlos, o porque es un idiota y un vacío y un bembo. Esperan que uno espere a tener un motivo de peso y substancia, como si ya la pura libertad de cantar por la calle no lo fuera de sobra, de repente. Todavía recuerdo el primer día que pude ir y venir por Nueva York. Tenía trece años y un enorme deseo de que mis padres me soltaran un rato para perseguir solo el hechizo de estas calles. Hablar con vendedores callejeros, comprarme un pretzel en alguna esquina, sentarme un rato al lado de un bueno-para-nada. Cosas simples que a un niño de trece años le suenan prodigiosas de por sí, pues ya el sólo intentarlas supone verse libre y soberano como todos sabemos que son los neoyorquinos. ¿Que es difícil la vida, y todavía más en la ciudad competitiva por excelencia? ¿Y qué esperaban, pues? ¿Que cayeran los mangos de los árboles y el alcalde les diera la bienvenida? No quiere uno ser libre para vivir fácil, si de quienes lo intentan están llenas las cárceles.
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El riesgo del idilio
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Da escalofríos pensar que hace apenas ocho años un amargo puñado de ignorantes se preparaba para llevar a cabo una matazón en las Torres Gemelas. Los pobres infelices y sus gurús no podían soportar la idea disolvente de que en una ciudad como Manhattan la gente pudiera ir cantando por las calles. O gritando, o saltando, o conversando a solas. Que uno pudiera darse al desenfreno si acaso se le hinchaba su libertina gana, sin que a nadie tuviese que importarle, ni escocerle, ni llamar su atención en modo alguno. Si otras ciudades juran garantizar los buenos ratos a sus visitantes, a Nueva York todo eso le viene guango. Joderse la existencia, o alegrársela, es la responsabilidad de cada uno. ¿Hay acaso motivo mejor para cantar?
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Como tantos amantes de Nueva York, desconfío de esas ciudades piadosas en teoría donde la vida propia es asunto de todos. ¡Ay, sí, qué generosos! ¿Esperan que me crea que me señalan porque quieren mi bien y por él se preocupan? ¿Quién me asegura que va a coincidir su concepto de bien con el mío? ¿Y si todo cuanto ellos juzgan positivo viene a ser, ya en los hechos, impositivo? Canto, pues, por las calles de Manhattan celebrando que nadie puede evitarlo, ni hay a quien le interese si entono o desentono. Y si bien no me atrevo a dudar que de aquí a diez minutos podré estar maldiciendo, o gruñendo, o chillando, porque al cabo Manhattan nunca podrá tener más corazón que el que yo le conceda porque así se me antoja, más tarde o más temprano me tocará entender que en el centro del mundo nada es gratis, ni siquiera el deleite de cantar porque sí. O, para ser sincero, porque en una mañana de recorrer las calles de Nueva York existe siempre el riesgo de enredarse de nuevo en el idilio y decirse que uno ama a esta ciudad igual que se ama todo lo entrañable. Sin razón, e inclusive contra toda razón. Sin dejar de cantar, cedo a los pueblerinos y su coro de beatas sin beat el monopolio entero del buen juicio.

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