miércoles, septiembre 09, 2009

Dos muchachas sin nombre

Diario Milenio-México (09/09/09)
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Escuché el correr del agua mientras introducía la llave en el cerrojo de la puerta. Pensé que la encontraría donde, en efecto, estaba: dentro del minúsculo cuarto de baño con las manos inmóviles bajo el chorro del agua. Veía algo que yo no alcanzaba a ver a través de la ventana. Veía eso con insistencia. Sólo se dio cuenta de que estaba ahí cuando cerré la llave y coloqué a toda prisa la toalla seca sobre sus manos rojas y tibias.
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—Mira lo que has hecho —murmuré, tratando de regañarla—. Parecen pollos recién desplumados —le sonreí al final, acariciándolas. Ella me miró con sus ojos vacíos. Luego parpadeó e, inclinando la cabeza, miró sus manos. Elevó la derecha hasta la altura de sus ojos, rotándola para apreciarla mejor.
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—Las manos —dijo—. Les cortaron las manos.

—Sí —le contesté mientras la empujaba suavemente hacia su recámara. Después de apagar el aparato de la televisión, la ayudé a sentarse sobre la cama para quitarle su ropa de día, un pantalón holgado y una camiseta de algodón, y ponerle el camisón de franela con el que dormía. Ella me pidió a señas el cepillo que descansaba sobre la cómoda y, apenas lo recibió, se dedicó a pasarlo por su largo cabello gris. Parecía absorta una vez más. El cepillo se deslizaba sin dificultad desde las raíces hasta las puntas y, luego, lo hacía una vez más.
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—Esta vez también les cortaron las piernas —murmuró, viéndome de súbito.
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—Sí —le contesté—. Lo vi en los noticieros. Tendremos que poner más atención -concluí, dándole un par de palmadas en la espalda e invitándola a tomar un par de píldoras. Luego fui a la diminuta cocina y puse agua a hervir. El tiempo pasa de maneras extrañas. Cuando la tetera emitió el sonido tan agudo, ese sonido que siempre me ha parecido una señal de alarma, no supe en qué había pensado todo ese rato. Le preparé un té de azahar porque lo sabía entre sus favoritos.
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—Y les cortaron el cabello también —dijo como para sí misma cuando sorbió, con una calma inusitada, el primer trago. Volvió a verme y, al saberme vista, le sonreí. Nunca he sabido qué debe hacerse en esos casos. Cuando apagué la luz de la habitación la anciana ya estaba durmiendo bajo las mantas. La respiración acompasada. Las pestañas inmóviles.
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El edificio donde vivíamos era lúgubre, ciertamente, pero tenía la ventaja de estar bien ubicado. Se podía vivir ahí sin necesidad de poseer un auto. Cuando necesitaba llevarla al hospital para su consulta de rutina, era posible hacer el trayecto en transporte público. Había pequeños restaurantes llenos de cucarachas, pero de ahí podíamos encargar comida sin cargo adicional. Había lavanderías y una oficina de correos y una estación de policía. Todo eso se veía con claridad desde las ventanas de su cuarto piso. Las luces rojas. Los semáforos.
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Esa noche me senté un rato en su sillón favorito antes de dar por terminada mi visita. Observé a través de la ventana como la había visto hacerlo a ella con frecuencia. La ciudad, afuera, temblaba. Me dio esa impresión en todo caso. Coloqué las piernas sobre el otomano y recargué la cabeza sobre el cojincillo del respaldo. Las grietas del techo formaban un mapa o un bosque de árboles torcidos o una red donde habría de caer una presa. Cerré los ojos, como la anciana, y pensé que estaba acaso tan exhausta como ella. O tan perdida. ¿Es necesario, en verdad, vivir tantos años? Abrí los ojos y me persigné aún antes de incorporarme. En la oscuridad, el departamento parecía un pequeño museo de sí misma. Las fotografías. Las alfombras. Las cortinas. Las cucharas y los tenedores. Los floreros. El papel tapiz. Cada objeto había sido conservado con esmero. Prohibido tocar. La mesa. Las sillas. No pude evitar preguntarme quién se quedaría con todo eso al final. Recogí la bolsa de plástico en que llevaba una barra de pan y las rodajas de jamón con las que me prepararía un sándwich. Después de echar un último vistazo al departamento, salí y cerré la puerta con llave. Bajé las escaleras a paso lento hasta el segundo piso. ¿Cuánto mide en pasos la eternidad?
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En la televisión seguían dando los mismos noticiarios. Las muertas eran ahora dos muchachas sin nombre, como siempre. Evité ver las imágenes pero escuché desde la cocina el recuento de los hechos. La sirenas de la policía interrumpieron mis pensamientos. El agua hirviendo. Mientras untaba la mayonesa sobre el pan imaginé el cielo azul sobre sus cuerpos. La luz. La luz cuando choca contra los huesos. Las bocas abiertas. Caí sobre una silla. Vi hacia la pared. Todavía con el cuchillo en la mano derecha, inmóvil como la estatua que ya era, pensé que no habían tenido tiempo ni para sentirse cansadas. Pensé que, de haberse salvado, podrían sentarse ahora mismo y recargar las piernas sobre algo.

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