domingo, septiembre 13, 2009

Clase: Turista-Nicolás Alvarado-(El universal-Opinión 11/09/09)

Por una vez, viajo en primerísima clase. (Haces bien en envidiarme, lector: escribo esto a bordo de un crucero de lujo que zarpó hace siete días de Venecia y arribará en cinco más a Estambul. Y no, no soy yo quien sufraga los costos —con lo que gano y con los efectos de la crisis mundial si acaso podría pagarme el viaje en uno de los botes salvavidas— sino que una revista para la que colaboro me ha enviado a reseñar la travesía para sus páginas. En efecto, soy muy suertudo y cultivo culpas épicas por ello, y las ahogo en champaña de cortesía.) Ello, sin embargo, no me libera de la monserga (relativísima, lo sé… pero aun así) de llevar ya días topándome con personas a las que sólo es posible catalogar en una clase y esa clase es la desclasada especie que responde al denominador común Turista.
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En la industria de los viajes, Turista es el nombre habitual para la tarifa más económica y, por tanto, más frecuente. La palabra, inofensiva por sí sola como todas las palabras, proviene del francés tour, que significa giro, y es que quien viaja gira, por así decirlo, por el mundo. Aplicada a ciertos individuos, sin embargo —y, como se verá, nada tiene que ver el asunto con su origen social ni con sus posibilidades económicas: por más que el Turista viaje en Primera, Turista se queda—, sirve como antónimo de viajero o, para decirlo con mayor precisión, como sinónimo de patán. (Y ahora sí aprovecho aquí —aviesa, traviesamente— la etimología: el viajero viaja pero el turista da giros sin sentido y sin sensibilidad, hasta el punto en que todo lo que ve se le confunde en una sola imagen ininteligible y el resultado inescapable es primero el mareo y después el vómito… aunque por desgracia no el suyo sino el de los que nos vemos obligados a fungir como horrorizados testigos del triste espectáculo que protagoniza.)
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Pongamos por ejemplo la escala de hace unos días en Constanza, ciudad rumana que cuenta entre sus atractivos una hermosa mezquita construida en 1910, la cual alberga un minarete cuyos 140 escalones asciende cuatro veces al día el muecín para llamar a los musulmanes de la ciudad a la oración. Yo no soy religioso. Y, si lo fuera, no sería musulmán. Aun así, considero menester mostrar respeto por aquello que es sagrado para otros, por lo que, durante mi visita, hablo en voz baja y, pese a la abundancia de turistas literalmente descocadas que pululan por el recinto, insisto a mi mujer en que se cubra la cabeza (a ese efecto ha traído no una pañoleta pero sí un suéter provisto de gorro).
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Echamos a andar escaleras arriba, pronto nos quedamos sin aire, varias veces estamos tentados a claudicar del esfuerzo titánico, pero nos ilusiona y nos mantiene en pie la promesa de una vista panorámica notable. (En efecto, lo será.) Henos ahí, discreta y momentáneamente adosados a un muro para recuperar el aliento, cuando de pronto escuchamos unas voces femeninas que se elevan y no precisamente en oración. “¡Puta madre! ¡Cuántos pinches escalones, carajo!”, es lo que profiere una, en nuestro mismo idioma y con nuestro mismo acento. “¡No mames! ¡Me cae que si logro llegar hasta arriba de esta madre les invito un chupe!”, responde su compañera.
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Eunice, que es sabia y generosa, ahoga una risita; yo, que tantas veces he contemplado asumir la identidad de Don Cucufato ahora que la ha jubilado Fernando Luján, no puedo sino arquear las cejas de puro horror. De pronto, mis ojos desorbitados se topan con otros, pertenecientes a una de las mexicanas en quejoso y bullanguero ascenso. Diré en su descargo que alguna autocrítica tiene la chica puesto que, no bien nos ve, ofrece una suerte de disculpa, pretendidamente cómica: “Seguro ya han de estar diciendo ustedes ‘¡Estas pinches mexicanas gritonas!’”. Cortés aunque tensísimo, le respondo que para nada, que cómo cree. (Lo que quisiera añadir, sin embargo, es que si no pienso eso —y mucho menos lo digo, y mucho menos en esos precisos términos— es porque, a diferencia de ella, a mí sí me educó bien mi mamá.)
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Es cuando la veo perderse escalones arriba, perchada sobre sus tenis Gucci y colgante de su hombro la bolsa de lona con el logotipo de nuestro mismo crucero, que llego a la conclusión de que la clase Turista no se lleva en el boleto ni en la cartera sino en el alma. (Nótese que he dicho en el alma y no en la nacionalidad; y es que, aunque éstas son mexicanas, este viaje me ha demostrado que el turista es —¡ay!— una plaga universal.)

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