lunes, agosto 31, 2009

El prócer inservible

Diario Milenio-México (31/08/09)
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La gloria no hace cuentas
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Cuando uno entra en la carrera de Ciencias Políticas, suele hacerlo con cierta grandeza en mente. Supone ya que va a hacer grandes cosas, pues habrá de toparse con enormes obstáculos; de ahí que luego apenas si mencione que en realidad estudia para administrador público. Para quien se ha planteado la peligrosa idea de hablar ante las masas y acaso enardecerlas, la idea de sentarse a contar chiles por el abstracto bien de la comunidad parece poca cosa, y más que eso semeja un engorro fatal del que nadie quisiera ocuparse. Nadie, pues, que haya oportunamente contraído las ínfulas del prócer que pide apoyo y votos con los brazos en alto. Ahora, cuando lo escribo, me causa un repelús insoportable, pero entonces, con pocos años y la cabeza llena de épica plástica, la idea parecía tan seductora como cualquier patraña grandilocuente. ¿Quién iba a preocuparse por asuntos ingratos como el de vigilar los pesos y centavos cuando estaba pendiente salvar a la patria?
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Cursaba todavía el primer semestre cuando el profesor de teoría política nos hizo una revelación confortadora. Al principio, nos dijo, un cargo en la administración pública intimida a quien llega a ocuparlo, pero en un par de meses se da cuenta de que es una vacilada. Si aquello era verdad, nosotros, futuros rescatistas de la nación, tendríamos por tanto tiempo de sobra para entrar en la Historia sin distraernos de más en la monserga de andar administrando lo que ni nuestro era. Cierto es que había más de uno entre los estudiantes que se entendía muy bien con los conceptos administrativos y ciertos temas de economía, pero ello pocas veces era útil para entrar en debate y alcanzar lucimiento entre los compañeros, si en esas lides lo más socorrido era soltar al aire opiniones osadas, a menudo sin otro fundamento que la vehemencia de quien las sostenía. Opiniones hinchadas de lo que uno entendía como conciencia histórica, untadas de una suerte de sensibilidad social apenas distinguible de la culpa católica, porque al final aquella era una universidad privada y nosotros unos privilegiados.
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Que vivan los ineptos
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Poca o ninguna gloria parecería aguardar al burócrata serio y dedicado que administra con responsabilidad, si afuera menudean los que viven de reclamar y ofrecer imposibles, sin por ello tener que sacarle punta a un lápiz. Por el contrario, su papel es odioso y anticlimático. Se le suele tildar de cuadrado y obtuso si se atreve a decir que tal o cual proyecto resultan inviables, o que para llevarlos a cabo es preciso seguir estrictas directrices y cumplir con preceptos indispensables. ¿Quién es ese aguafiestas para echar tierra sobre cuentas alegres? De ahí a sepultar al interfecto bajo un manto de burla y menosprecio apenas hay distancia, pues allí donde abunda la demanda no suele tolerarse el límite en la oferta. Repartir lo que no hay, ni hubo, ni por lo visto habrá, no requiere hacer cuentas, ni estudiar un proyecto, ni consultar con un especialista. Basta con que los técnicos al servicio del pueblo encuentren la manera de dar cuerpo y sentido al despropósito, al menos mientras llegan las elecciones.
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A juzgar por el éxito de un número creciente de servidores públicos improvisados y folclóricos, el título de administrador público vale hoy en día menos que un puesto en el comercio informal. Conforme iluminados, dicharacheros y chistositos van seduciendo a cámaras y micrófonos, su entusiasta clientela se reproduce en proporción geométrica. Si otros les piden tiempo para resolver, éstos resuelven todo sin tener que bajar del escenario. Quisieran despachar directo en el templete, al ritmo del clamor de una manada alegre y monocorde que se solaza en la certeza de ser tan ignorante como el de la voz. De pronto no se vota ya por el más apto, sino por quien se precia de su ineptitud, en aras de esa angélica sencillez que lo equipara con el menos dotado. Tiene que haber legiones de votantes que se sienten seguros al verse gobernados por torpes e ignorantes. Qué mejor prueba de eso que ocho años de Bush Junior.
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Una ola para el Sr. Lic.
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Nunca he entendido por qué quienes votan por el candidato de apellido Mengánez son conocidos como menganistas. Hasta donde entendemos, no se vota para endiosar a nadie, sino apenas pensando en darle trabajo. Votamos porque creemos que esa persona debería tener una oportunidad, pero como en lugar de ser sus empleadores nos comportamos como sus hinchas, o en su caso como sus adversarios, no se ve cómo va a arreglárselas alguien para evaluar los costos y beneficios de la oportunidad. Dondequiera que uno se consiga una chamba, entiende que será observado, fiscalizado y evaluado conforme su trabajo rinda frutos. Esperar que sus jefes lo agasajen con hurras y papel de China cada vez que parece que trabaja es una ingenuidad que en todo caso sirve para reírse a costillas de sí mismo. ¿Cómo entender que esa misma persona tolere, e inclusive celebre, disparates afines en baquetones a los que en su momento dio su voto, es decir su confianza, es decir su dinero?
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Entender, al final, no es importante, y en todo caso tampoco es posible cuando la realidad se empeña en demostrarnos que ascender a los puestos en teoría reservados a los administradores resulta más sencillo para los payasos. El payaso y el trono son de repente consustanciales, pues pasa que al payaso ni quién le pida cuentas, y aún si las ofrece no deja otra salida que la risa, y por supuesto espera los aplausos. Más que un gobernante, el señor licenciado Mengánez parecería el ganador de algún programa de concursos. Si pretende seguir por la senda del triunfo, no necesita administrar lo que hay; basta con que reparta lo que no hay. Para conseguir eso, no hace falta una profesión, ni más conocimientos que los del merolico. Nadie sino él entiende dónde está la bolita, y eso no existe escuela que lo enseñe. Pues a lo que ha aprendido el tal servidor público es a ser inservible y así ostentarlo. Tal es su orgullo y por eso le aplauden.

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