lunes, agosto 24, 2009

Breves, los epitafios

Diario Milenio-México (24/08/09)
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Paradojas digitales
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Hay por ahí —cree uno, a la defensiva— un resabio de dignidad en resistirse al paso del progreso cuando éste no termina de convencer. Pero lo que en principio es excepción no tarda en propagarse y convertirse en regla. Poseer una computadora personal era, veinte años atrás, privilegio rayano en vanagloria. Hoy día, carecer de una —o el colmo: no saber manejarla— provoca en los demás una combinación de lástima y azoro. Lo mismo pasa con los celulares y está muy cerca de ocurrir con los facebooks. ¿Cómo puede cualquiera sobrevivir sin uno? ¿Cómo es que no respondo los e-mail al instante, o cuando menos al día siguiente, y apago el celular si se me da la gana? ¿He de aceptar la dictadura del progreso, cuando estoy poco cierto de que éste sea tal, y hasta a veces me temo que sea retroceso?
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Entiende uno que contra el progreso tendrá siempre la guerra perdida, pero ello no es bastante para rendirse en nombre del progresismo. De entrada, no hay consenso en el término. Demasiados, entre quienes se llaman aliados de progreso, suelen ser más retrógrados que un cristero estalinista. Y hay, por contra, anticuados recalcitrantes cuyas ideas resaltan por osadas y frescas, allí donde la regla consiste en esperar que la computadora piense en lugar de uno. Para quien de por sí se pasma ante el trabajo de un narrador como Javier Marías, enterarse que ha traducido Tristram Shandy y escrito tantos miles de cuartillas con esa calidad y sin computadora tendría que semejar hazaña aparte. Como hoy nos lo parece la idea de cabalgar de Puebla a Veracruz o escribir una carta de quince cuartillas —traduzco: veintisiete mil trescientos caracteres, con espacios—, afanes ambos más bien estrambóticos para los que ya nadie tiene tiempo. Nunca antes en su historia la humanidad se había ahorrado tantas horas, ni había dispuesto de tan pocos minutos.
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Sólo la premura dura
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Es justamente en el transcurso de Tristram Shandy donde Lawrence Sterne se pregunta por qué la narración de un solo día de vida no puede merecer el espacio de una enorme novela. O hasta varias, si así fuese preciso. Ya con esa advertencia, los lectores asisten azorados a la consecución de la bribonada: quien se ha dicho dispuesto a relatar entera su existencia no pasará del día de sy alumbramiento. ¿Qué le costaba a ese señor Sterne, opinará más de uno entre los progresistas perezosos, extenderse hasta el fin de su infancia y resumirlo todo en tres mil caracteres? Que si se ve con calma ya son demasiados, pues el tiempo escasea, los blogs se multiplican y hay quien aún espera que leamos libros. ¿Cómo es que no hay paciencia para nuestra impaciencia?
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Ahora, con su permiso y a pesar de las prisas imperantes, necesito apretar el botón de pausa. Me es francamente incómodo ir adelante con estas líneas sin confesar que me sangra la lengua. Me la he estado mordiendo desde el primer párrafo y es cierto que después de un par de días sin celular ni computadora me miro naufragar en décadas pasadas y ya impresentables. Vamos, la mera idea de tener que mandar un fax me suena poco menos obsoleta que curarme una tisis con sangrías. Por ancha que de pronto parezca la nostalgia, me falta ingenuidad para ubicarme en un mundo de baja definición. Si, como algunos piensan, era aquél y no éste un paraíso, la historia nos demuestra que a lugares así nadie regresa. Progresar es también avanzar hacia el fin. Todavía no se inventa el destino con reversa y el edén siempre estará en otra parte.
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Queda, pues, el cinismo; pero igual hay matices. Si me rindiera al fin al culto a la tecnología, tendría que ofrendar mi profesión. Ser novelista en la era del Twitter es también preguntarse si hay que pedir disculpas por escribir doscientos caracteres seguidos. Se espera que narre uno a borbotones, con la cabeza puesta en la impaciencia ajena, y a cambio de ello ganarse la atención de miles o millones de incondicionales de la nadería intempestiva. Se cree que un texto breve requiere un tiempo corto (!). En el reino de la narrativa espasmódica, un balbuceo adquiere vocación de novela y tres juntos son una trilogía. Circulando, señores, que se hace tarde.
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Don’t tweet me in
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Diría que nada tengo contra las máquinas, si no tuvieran ellas ese prurito de imponerse sobre la voluntad de quien las maneja. Bienvenidas, señoras, pero aquí mando yo. En caso de conflicto, puedo desconectarlas e incluso reemplazarlas. Cierto es que tuve un blog, pero llegado un punto me negué a que fuera él quien me tuviera. Hoy que he comenzado otro, no falta quien opine que me paso de largo con los párrafos, y lo cierto es que encuentro en el reparo motivo suficiente para pasarme más, no solamente porque me da la gana sino también, y esto es lo que interesa, porque el texto lo exige. Pues el texto también es una máquina, y en todo caso elijo alimentarlo y obedecerlo porque ocurre que es mío y no tengo objeción en hacerme suyo. Tampoco tengo prisa, ni me gusta servir los guisos crudos.
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Parecería evidente que a la moda del Twitter y sus 140 caracteres tiránicos le pasará lo mismo que al diskette y el fax. Cualquier día twittear será un verbo anticuado, y sus exégetas unos retrógradas. Pues al fin nada hay más aburrido que repetir ad náuseam lo entretenido. Si medio mundo piensa que estar perpetuamente conectado y habitar una casa de cristal ya no es excepcional sino reglamentario, no me queda otra cosa que responder a la pregunta clásica twittera —“¿Qué estás haciendo ahora?”— con otra interrogante no menos conocida, en sólo 24 caracteres: ¿Qué carajos te importa? Hecha esta salvedad en el nombre de la autodeterminación elemental, procedo a retomar los aparatos y negociar de vuelta con la modernidad. No se puede vivir de espaldas a ella, pero menos aún a espaldas de uno mismo

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