viernes, agosto 07, 2009

Bajo el cielo del Narco

Diario Milenio-México (04/08/09)
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Tuve buenos amigos durante la posadolescencia. Eso lo sabía entonces, en efecto, cuando se trataba de descubrir el mundo e irse a cualquier extremo (especialmente los menos pensados), pero lo sé cada vez más ahora, cuando me descubro citando sus palabras a la menor provocación. Uno de esos memorables amigos posadolescentes dijo alguna vez, por ejemplo, “no es raro que no exista, sino que exista, ¿no crees?”, con la pluma en la mano izquierda y la mirada perdida detrás de una nube gigantesca. Se refería al amor, por supuesto, fenómeno contra el cual escribíamos en ese entonces un largo manifiesto foribundo. La idea había empezado, como tanto en esa época, a raíz de un sesudo chiste. Nos molestaba la cursilería amorosa. La manera en que los nuevos amantes orquestaban los desplantes de su posesión nos causaba una especie de alicaída conmoción interna. La doméstica actitud resignada que emergía de hombres y mujeres hasta hacía poco independientes y activos, nos dejaba sumidos en largos trances metafísicos. La repetición cansina de los gestos y las palabras nos condujo a la parodia y, de ahí, entre risas, a la redacción del manifiesto aquel, todavía inédito. La pausa dentro de la cual se produjo la frase (“lo increíble es que siga existiendo”) fue sin duda uno de esos raros momentos que con frecuencia tacho de epifánicos. En efecto, a pesar de que la crítica contra el amor como lo veíamos existir frente a nuestros ojos era precisa y necesaria y vitrólica, los dos tuvimos la suficiente cantidad de autocrítica como para inclinar la cerviz y aceptar lo inaceptable. Maravillados.
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La frase vino a colación no hace mucho, leyendo las noticias sobre las sangrientas prácticas del narco en la frontera norte del país. Un día antes había cruzado la frontera de nueva cuenta, internándome en los terrenos de esta plaza que, según los diarios, se sigue peleando el Teo, alias El Tres Letras. Recordé que mis amigos (que siguen siendo, por cierto, amigos posadolescentes) ya no salen tanto como antes, prefiriendo las reuniones en domicilios particulares para así evitar, de ser posible, las balaceras. Se me vinieron a la memoria también las tantas y tantas historias que involucraban el secuestro del primo, o del nieto, o del padre. Vi una vez más los ojos preocupados; los puños enhiestos; los rostros ajados. Bajé la velocidad, como me era indicado con un ademán de mano, frente al retén militar que hace cinco años, cuando dejé esta ciudad fronteriza, todavía no se encontraba en el camino que utilizo para llegar a casa. Volví a bajar la velocidad cuando pasó a mi derecha y a toda prisa el convoy de cuatro camionetas con logo de la policía: las sirenas en alto, las luces rojas. ¿Así que esto es vivir en el imperio del narco?, me dije, más que preguntarme. ¿Así que así se vive en estado de sitio? ¿Así que esto era la guerra?
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Cuando finalmente llegamos a casa, nos aseguramos de cerrar bien las puertas. En voz sospechosamente baja, como si temiéramos las represalias de los fantasmas, nos dimos a la tarea de repetir todos los lugares comunes de la plática norteña: la desaparición del amigo del amigo; los truculentos detalles que animan las vidas de los secuestradores: su falta de empatía, su crueldad sin límites, la forma de su trabajo; el miedo que provoca que el vecino se asome a la ventana para ver, y que lo anima también a correr la cortina una vez visto lo que alcanzó a ver; la corrupción de una policía que está, a todas luces, al servicio del narco y no del estado; la corrupción de los políticos. La muerte que, en efecto, tiene permiso. Fue en ese momento que aquella frase epifánica provocada por los modos vulgares del amor vino a la memoria, aunque algo tergiversada (ahora diríamos: intervenida). Después de los miles y miles de muertos que ha producido una guerra iniciada por voluntad presidencial, y sin el permiso de la sociedad, desde 2006, lo raro no es que no exista una sociedad civil organizada y presta a ponerle el límite a una clase gobernante a todas luces inepta y torpe, sino que todavía exista. No es para nada extraño que una buena parte de la sociedad lúcida y pensante haya decidido anular su voto, sino que otros, los más, sigan apostándole, a través del mero acto de ir a las urnas, a la democracia. No es inusual que el miedo nos paralice, sino que también, a veces, provoque las ganas de hablar, y de hacerlo en el volumen más fuerte. No es rara la crueldad, aunque en estos lares y con la cifra de feminicidios creciendo en Ciudad Juárez y otros sitios de la república alcance límites casi impensables, sino que, en ocasiones, no exista.
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Eso pensaba exactamente ayer cuando, al desayunar en una pequeña taquería tijuanense (es decir, de Sonora), vi llegar a una pareja de adultos, recién bañados ellos, tomados de la mano. Eran amantes, eso se les notaba a la legua, puesto que se miraban de ése modo (y por amantes quiero decir que era evidente que conocían sus cuerpos, no que fueran necesariamente adúlteros). Y, mientras consumían sus alimentos, hablaban en el tono bajo que remite a la intimidad compartida. Se trataban, además, con cortesía. Se daban las gracias. Si mi amigo posadolescente y yo los hubiéramos visto entonces, cuando se nos vino a la mente la idea desparpajada del manifiesto contra el amor, seguramente habríamos escrito otra cosa. Lo raro, en todo caso, me dije en ese momento, no es que bajo el cielo del narco siga creciendo la saña y la muerte, la corrupción y la crueldad, sino que existan estos dos, aquí, recién bañados, prodigándose el uno al otro con los gestos siempre inéditos, siempre irrepetibles, siempre transparentes, de algo que, si fuera un poco más valiente, llamaría ahora sí, con todas las de la ley, amor.

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