lunes, agosto 31, 2009

Adiós a los Kennedy-Álvaro Enrigue (El Universal/Opinión 31/08/09)

Dice David Huerta que los chismes son como el polvo que ensucia los libros que guardan nuestras bibliotecas: por más que uno lo limpie no se va nunca. La figura de Edward Kennedy (1932-2009), como la de toda su familia, siempre estuvo contaminada de maldicencia. La Wikipedia, estándar de la sabiduría pop en nuestros tiempos, señala como los dos datos más prominentes de su vida que lo expulsaron de Harvard por copiar en un examen de español y que dejó morir a Mary Jo Kopechne para salvar su carrera política en el celebérrimo accidente de Chappaquiddick.
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Esta sombra de duda que pendió siempre sobre la figura de los Kennedy fue al mismo tiempo una cruz —vivieron bajo un nivel de escrutinio que sólo padecen las estrellas de cine— y un capital de popularidad inagotable para una nación que adora a los justicieros y forajidos: el Llanero Solitario o el Hombre Araña habrían sido los malos en cualquier otro país. Que si el origen de su fortuna venía del tráfico ilegal de alcohol en la era de la prohibición, que los Kennedy no habrían llegado a nada sin el fraude electoral de Illinois que llevó a Jack a la Casa Blanca en 61, que si por ser católicos eran más leales al Vaticano que a la Constitución, que en el fondo eran una bola de borrachos.
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Sin embargo, la presencia de Edward Kennedy en la curul más tradicional de la más tradicional de las instituciones estadounidenses —la del senador senior por Massachussets—, generaba una suerte de tranquilidad para todos. Enloquecieran lo mucho que pueden enloquecer los conservadores gringos, Ted siempre estaría ahí para cerrarles la puerta y promover, al mismo tiempo, la agenda más radical que podía soportar el cuerpo legislativo.
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Sospecho que todos los que en algún momento han sentido una afinidad por la ciudad de Washington —amor difícil si lo hay, pero amor a fin de cuentas— compartirán la misma sensación de orfandad esta semana, que me ha recordado tanto a aquellos meses de la década de los 90 en México en que se murieron en fila Cantinflas, Fidel Velásquez, Emilio Azcárraga y Octavio Paz. (Recuerdo que tras la velación del Nobel en Bellas Artes, un grupo de escritores por entonces jóvenes y más bien heterodoxo nos detuvimos a tomar una cerveza en La Ópera. En algún momento el poeta Luigi Amara dijo entre el desasosiego que nos producía habernos quedado sin figuras tutelares a las cuales culpar de nuestras desdichas: “Ahora nomás falta que en el 2000 gane el PAN”.)
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Un adagio de la clase política estadounidense dice que en Washington se puede sobrevivir a todo menos a una mujer muerta o un niño vivo. La figura de Ted Kennedy es tan excepcional que sobrevivió —y muy temprano en su carrera— a una mujer muerta. El final de su lento y doloroso proceso de extinción empalma, curiosamente, con otro final sucedido hace unas semanas: el de Michael Jackson —tan excepcional también que fue encontrado un sinnúmero de veces con niños vivos y tampoco fue a la cárcel.
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Desde ayer sábado el cuerpo del “León del Senado”, que encarnó a la manera de una sirena de popa con sobrepeso casi todas las batallas legislativas de la izquierda gringa, descansa en el cementerio de Arlington, en Virginia, junto a las tumba de los malogrados John y Robert Kennedy. El único miembro de la familia política más notable de Estados Unidos que conserva cierta visibilidad es la esposa de un gobernador republicano, fisiculturista y en realidad austriaco, que sale hasta en la película de Los Simpson.
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¿Qué vamos a hacer sin los Kennedy? Es como si de pronto nos quitaran nuestro derecho inalienable a usar pantalones vaqueros, a bebernos una coca-cola helada, a ver una serie magníficamente producida en la televisión o a nuestra iPod. Es como si los usos y tradiciones del siglo XX, que comenzaron a emborronarse con los avionazos del Pentágono y las torres gemelas, y estuvieron a punto de difuminarse por completo con la elección de Barack Obama y la pulverización de la economía especulativa de Wall Street, hubieran llegado, esta semana, a su tímida, discreta, elegantísima salida del escenario. Adiós al siglo americano.

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