martes, julio 28, 2009

Película como Aleph

Diario Milenio-México (28/07/09)
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En una de las escenas de Los Cuatro Amigos, una película dirigida por Arthur Penn en 1981, el inmigrante yugoeslavo Daniel Prozor le promete a Louis Carnahan, su compañero de dormitorio en Northwestern University, que el día en que el hombre llegara a la luna pensaría en él. Hacia el final de la película, justo después de haberse enredado en una pelea de bar, con vómito sobre el pecho del rival incluido, y descansando ya de la resaca en la casa que uno de sus mejores tres amigos comparte con una vietnamita, Danilo ve, efectivamente, las escenas que le dieron vuelta a los televisores del mundo: Neil Armstrong daba ese paso que era pequeño para el hombre, pero enorme para la humanidad. Entonces, fiel a su promesa, Danilo pronuncia el nombre del amigo y, porque va con su temperamento, ríe y llora al mismo tiempo.
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Que ciertos artefactos culturales tienen la virtud (o la desgracia, dependiendo del punto de vista) de crear extraños puentes con el momento en que aparecen o, como en el caso de esta cinta, con el momento en que vuelven a aparecer, me quedó claro cuando, por curiosidad, consulté el calendario después de ver esta escena: era, en efecto, un 20 de julio y, por el mundo entero aunque especialmente en Houston, se celebraba un aniversario más de la llegada del hombre a la luna.
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Vi la cinta de Penn, quien también dirigió Bonnie and Clyde así como Alice´s Restaurant, hace más años de los que quisiera admitir. Y, para demostrar una vez más que el cine no sólo ocurre en la pantalla, la memoria me permitió traer a colación el cine de barriada en el que me introduje entonces con los amigos entrañables de los que eventualmente me separó el fin de la adolescencia y el inicio de esa edad borrosa y amenazante que es la edad adulta. O semi adulta. O ya no adolescente en todo caso. Muy parecida a la trama de la película, el trío que entró al cine pagando a medias los boletos y con un aliento que traicionaba algunos días de desvelo y de fiesta, se debatía entonces contra los valores de la clase media y el aburrimiento que sentía ya pisándole los pies. El ruido inusitado de las cadenas. Justo como Georgia, la única mujer de ese cuarteto de amigos, el trío alzaba la voz contra toda clase de hegemonía, incluso la del amor, y se proponía cambiar el mundo o morir, de preferencia antes de los 30.
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Georgia, justo como Danilo, deja su barrio proletario en el este de Chicago; ella, para viajar por los Estados Unidos en su papel de hippie, y luego post-hippie, libertaria, y él para convertirse en el primer integrante de su familia en obtener un título universitario. A Tom, el tercer amigo, le toca ir a Vietnam; y a David, el judío, le corresponde hacerse cargo del negocio de la familia a una temprana edad. Que a Georgia le resulta natural amar a sus tres amigos lo demuestra el hecho de haberle ofrecido su virginidad a Danilo (quien caballerosamente la rechaza), para luego tener un hijo con Tom y terminar casándose con David. Todo eso antes de dejarlo todo atrás para treparse en un bocho rojo y descapotable que la llevará, junto con una nueva comuna de amigos, hasta Nueva York. Se trata, en efecto, del final de los años 60s. Y el fluir de las escenas parece indicar que todo terminará mal.
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A la película la encontré por azar, después de muchos años de no buscarla. Con el paso del tiempo me llegué a convencer de que o la había imaginado o era el producto de alguna alucinación más bien romántica. Todavía la tomé del anaquel pensando que se trataba de un alevoso, si no es que ridículo, error, y me preparé para la decepción con un tanto de palomitas. Bastó, por supuesto, revisar las primeras escenas para darme cuenta de que la película existía y de que, como algunos libros o ciertos momentos, se había quedado en algún lugar interno, en algún lugar muy hondo, bajo la llave tosca de la melancolía.
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Es recomendable, dicen algunos, leer un libro cuando el lector es más joven que los personajes y, luego, leerlo otra vez, cuando el lector ha rebasado ya la edad de los personajes. Nunca como con Los Cuatro Amigos he experimentado el vértigo que ocasiona el cambio radical del punto de vista que provoca el paso de los años. Poco sabía yo entonces, cuando tenía más o menos la edad de Danilo o de Georgia, acerca de lo qué venía después. Lo temía, como ellos; pero a diferencia de ellos, que alcanzarían su propio futuro en el contexto de, más o menos, dos horas, yo tendría que salir del cine y esperar años enteros para saber el desenlace. La vida real.
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Y los años, como se dice, pasaron. Salí del cine. Me despedí esa noche de mis amigos sobre una banqueta cuarteada y bajo un árbol que insisto en recordar como un árbol de jacarandas. Cada uno tomó un camino distinto para ir a su casa. Recordé el adiós, por supuesto, viendo la película. Y viéndola con absoluta incredulidad también vi los anuncios del futuro que, de manera obvia y sin embargo difícil de descifrar, me perdí entonces, en aquella edad. Me llamó mucho la atención, por ejemplo, la arrebatada identificación que establecí con el inmigrante que yo todavía no era, y que no tenía la menor idea de que iba a ser. Me tomó todavía algunos años dejar el país de origen y recorrer, como Danilo, la entrada en el nuevo. Tampoco sabía entonces, ahí, en las filas de atrás de un cine de barriada en la compañía tensa y romántica de los amigos salvajes, que con el paso de los años terminaría casándome con un yugoeslavo que, para colmo de males (o de bienes, dependiendo una vez más del punto de vista), terminó pareciéndose en demasía al joven actor —Craig Wasson— que le dio vida a un idealista y apasionado y temperamental Danilo Prozor. ¿Cómo iba a saber yo entonces que, justo como pasaba en la pantalla, alguna vez estaría yo inclinada sobre las tumbas de esos que habían llegado del viejo mundo y que no dudaron en cambiarse el apellido impronunciable, el Skvorc, por el que después heredaría, o no, a través de una ceremonia que en su desgarbo y en su alegría le habría agradado sin duda alguna a la rebelde de Georgia?
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Cabe la posibilidad, por supuesto, de que todo lo que cuento ahora sea real.

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