martes, julio 14, 2009

La sal soluble de los solitarios

Diario Milenio-México (14/07/09)
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Así que esto es lo que la gente hace sola en sus vidas”, expresaba, no sin un trémulo asombro, un contenido personaje de Don DeLillo. La cita es de memoria, así que no recuerdo el título de la novela ni los nombres de los personajes ni la escena específica, pero recuerdo las palabras tan claramente como el primer día que se incrustaron en mi esfera de percepción. “Así que esto es”, parecía expresar el pasmado narrador en una quietud que en mucho se asemejaba a la quieta rutina que registraba desde su omnisciencia limitada (siempre me lo imaginé invisible casi, en la esquina de un cuarto sin muebles). No había en esas palabras ni pesar ni condescendencia ni juicio moral alguno. Había, en cambio, sorpresa, una especie de extrañada admiración. Algo de empatía. Los ojos abiertos; la boca. No son éstas, por supuesto, las reacciones que típicamente provocan las personas solitarias en el mundo contemporáneo. Al contrario, en una sociedad que diagnostica la soledad como una patología, los solos suelen suscitar o suspicacia o pena ajena o, de plano, terror. Nada más enigmático que la persona sola. Nada más inquietante.
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¿Cuántas películas sobre asesinos seriales no incluyen a la soledad, especialmente al aislamiento infantil, como la cause del origen y eventual desarrollo de las características anti-sociales que llevarán, de preferencia de manera directa, a la trasgresión y el crimen? ¿Cuántas veces no voltea uno a ver, ya con curiosidad o con alevosía o con lástima, al comensal que saborea sus alimentos en la parsimoniosa compañía del aire en la mesa de un restaurante? ¿A cuántas personas se les felicita por haber logrado salvar su soledad de la misma manera en que a otros se les congratula por trabajar (así se dice ahora) en su matrimonio? ¿Por qué es que sale siempre más barato alquilar un cuarto para muchos en un hotel que un cuarto para uno? Los ejemplos abundan. Estigmatizados como anomalías peligrosas, discriminados por su falta de pericia social, relegados porque no hay nadie a su lado que los defienda o los vuelva más, los solos sufren con frecuencia los tratos comunes a las minorías raciales o étnicas o de género. Tal vez por eso no son muchos los retratos que hagan justicia a ese estado acaso intransferible pero definitivamente complejo que el solitario no comparte con nadie.
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De ahí que Párpados Azules, la ópera prima que Ernesto Contreras estrenó exitosamente en 2008, resulte tan peculiar. Estelarizada por dos solitarios, esta película no podía ser sino una anticomedia de amor. De expresiones sutiles y ritmos morosos, rutinarios y silentes hasta le exasperación, los personaje principales se encuentran a pesar de sí mismos en una ciudad que, bajo la vista de los solos, ha dejado atrás la velocidad y las muchedumbres para convertirse en un páramo que habría complacido sin duda a un tal Pedro (y que acaso prefiguró los paisajes de la ciudad bajo el embate de la influenza). A contracorriente de los métodos y formas de cierto cine mexicano de nuestros días (qué lejos el trepidar belicoso de Iñarritu; qué fuera de foco la imaginería de Del Toro; aunque, para bien, qué cerca de los rostros que aparecen, como por encanto, frente a la cámara de Francisco Vargas), estos párpados se abren y cierran con una delicadeza casi de otro mundo, atestiguando con su debida distancia y también con su debida intimidad el acaecer ant-iclimático de la vida solitaria. Como si Saturno los divisara desde las alturas antes de devorar sus cuerpos, los solitarios son avizorados por la cámara en tomas verticales que los hacen aparecer más pequeños. Y, luego, transformada de súbito en una Grildig de diminutas proporciones, la cámara captura los gestos de una mano —esos dedos que se ocupan de deshilar un mantel poco a poco— con el cuidado sólo ofrecido a Gulliver. ¿Así que esto es lo que hace a solas en su vida el oficinista en quien nadie repara y la empleada que pasa desapercibida? El espectador se ve tentado a hacerse estas preguntas con un asombro que en mucho me recuerda las palabras del personaje inolvidable y, sin embargo, tan difícil de precisar que inventara DeDelillo. Los solos se van en medio de las conversaciones hacia mundos que no comparten. Fuga sideral. Los solos, que se apegan poco a las cosas o a los seres, olvidan con facilidad. O, anclados en eras específicas del pasado, recuerdan una y otra vez los mismos nombres, los mismos gestos, los mismos espectros. Desacostumbrados a los ritos de la plática, los solos dejan pasar esos largos minutos silenciosos con un estremecimiento apenas. Y luego, en las pocas ocasiones en que se deciden a remontar la elevada montaña de la conversación, no dejan de caer de bruces en el ridículo o en la abyección o, a veces, las menos, en la simpatía de los iguales. Evitando la psicología fácil (hay que agradecerle al guionista y director que no explique el origen de la soledad de sus personajes como si se tratara de un diagnóstico médico y social), los personajes “no saben” por qué son así, pero tampoco parecen obsesionados por saberlo. Sus batallas son otras, y se llevan a cabo detrás de esos párpados azules que no pocas veces le pertenecen a la imaginación.
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Solitario era, después de todo, el observador obsesivo aquel que, después de pasar horas con la cara pegada al cristal de la pecera del acuario parisino, terminó convertido en un ajolote. Solitario hasta el hartazgo era también el hombre que, dentro de una casona de Puente de Alvarado, se detuvo fascinado frente al jardín que lo empujó al encuentro de esa otra gran solitaria que fue Carlota. Solitarios, en fin, los mexicanos que perdieron una nación en 1521. Y no lo digo yo, sino esos autores anónimos de Tlatelolco que redactaron, en náhuatl, la relación de la conquista en 1528: “Golpeábamos en tanto los muros de adobe, y era nuestra herencia una red de agujeros. Con escudos fue su resguardo, pero ni con escudos puede ser sostenida su soledad.”

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