lunes, julio 27, 2009

La columna ante el espejo

Diario Milenio-México (27/07/09)
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1 Antípodas ortopedias
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Es verdad que escribimos y leemos extravagancias con el fin de llevar una doble vida. Vivir una ficción es método eficaz para hacer que la vida se parezca a la vida, tal como uno quisiera imaginársela. Complicada, de pronto, porque sí. Difícil, por qué no. Tortuosa incluso, si para eso es ficción y trae paracaídas. Hay quienes se preguntan cuál es el objeto de asistir a relatos extravagantes, acaso porque se han enviciado tanto de realidad que ya empezaron a creer en ella, que es la madre de todas las extravagancias. No vayamos más lejos, ahora mismo acometo el párrafo presente como quien se aventura a desplazarse por tierras pantanosas. Leer un periódico, y aún más escribir para él, es el modo que algunos habitantes regulares de la ficción tenemos de hacer tierra. Una experiencia no siempre placentera, toda vez que la realidad acostumbra malvenir a sus prófugos con una salva de choques eléctricos que rara vez son causa de alegría. Para mayor desgracia, la realidad resulta un requisito para poder gozar de la ficción. Sin ella, no habría nada por enderezar.
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Hace algunas semanas que un novelista amigo me hablaba de la contaminación inversa. Esto es, cuando la realidad se mete en la ficción de un modo tan grosero e impertinente que logra desvirtuar su cometido y la vuelve irritante como un infomercial. Pocos quieren perderse en la clase de ficciones cuyo autor necesita opinar sobre todo, por encima de la historia que cuenta. El narrador se torna ciudadano y ya le da por confundir la página con púlpito. Nada que no le pueda ocurrir a cualquiera que viva atribulado por los golpes de la realidad y se niegue a callar la rabia resultante. Ahora bien, la ficción qué culpa tiene. Cuando un novelista es también columnista, queda comprometido a aterrizar regularmente en la realidad; así sea para luego sacarle la vuelta, los ojos o la lengua. Y hay que hacerlo con saña, además, si al cabo lo que uno hace, su oficio principal, consiste en corregir lo incorregible y darle un orden a lo inconmensurable. ¿Esperan que al bajar al limitado mundo de lo posible lo haga uno con la sonrisa puesta?
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2 Terapia de combate
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Tampoco es que me queje, si pasa lo contrario. Saber que cuando menos un día a la semana —el domingo, en mi caso, se diría que religiosamente— puede uno invadir la realidad cuchillo en mano, aunque tal vez no logre ni rasguñarla, es aferrarse a un equilibrio precario en apariencia, de hierro en realidad. Pasarla bomba, en términos periodísticos. ¿Qué sería de la literatura si no tuviera vicios como el de hurgar con morbo en el periodismo? Igual que el periodista, el ficcionante anda en busca de sangre fresca y caliente, aunque no todo quepa en la ficción. De repente es preciso dar la cara a la realidad en sus propios terrenos, y en lo posible darse a abofetearla. Si no, como quien dice, a qué vino uno. Pero la realidad es animal cobarde y traicionero. Imposible saber si lo que uno quería que fuese bofetada terminará cumpliendo el papel de caricia.
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Se escribe una columna periodística con el cuchillo en alto y los sentidos en alerta máxima, pues apenas hay tiempo para arrepentirse. Quiere uno disminuir las probabilidades de meter una pata —beneficiosas para la novela,donde se tiene tiempo y espacio ilimitados, pero letales en el periodismo— aunque sabe que ni la más extrema precaución garantiza la ausencia de tropiezos mayores, como cualquier día de estos despertarse diciendo lo contrario de lo que se quería decir. Sucede incluso en medio de un idilio, cuando está uno seguro de que todo lo sabe; cómo no iba a pasar en la escritura, donde no hay más maestro que el error. Fatalmente, para casos como estos hay una ley de Murphy según la cual sólo el error más grande consigue llegar vivo a las rotativas, de modo que uno se lo topa por fin en la página impresa, cuando sabrá el demonio cuántos enterados ya lo habrán atrapado con los dedos en la puerta. “Habrá quien lo celebre”, se dice uno, abatido por el autodesprecio narcisista que la ocasión exige. No pocos ficcionantes, por lo tanto, vemos a la columna periodística como una suerte de terapia draconiana cuyo fantasma nos persigue la semana entera; sin la cual, nos tememos, dejaríamos en desuso al reloj y la brújula: pérdidas catastróficas para un novelista.
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3 Bipartición fecunda
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La profesión se va comiendo al individuo. A medida que el juego se desarrolla, su costumbre no sólo gana peso sino asimismo profundidad. Se ejerce ya no sólo en soledad, herramientas en mano, sino en todo lugar, con o sin compañía. Hay apenas escasas oportunidades de reparar en asuntos ajenos a la obsesión reinante. Inclusive el amor, fuerza inconmensurable, agacha la cabeza ante el empuje monomaniático de un deforme profesional. En el caso de la escritura, se vive a veces, si no todas las veces, sólo para buscar el alimento de los monstruos que mantiene. Una novela, un blog, un guión o una columna periodística suelen ser adefesios celosos y voraces. Uno mismo los mira intercambiar mordidas a la hora de expropiar trozos de realidad y llevarlos a sendas madrigueras.
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Poco descanso queda entre tanto trajín, pero es que no quiere uno descansar. Alimentar al propio tiempo a dos o más proyectos en esencia distintos y excluyentes no es propiamente oficio de locos, pero así lo parece y de eso se trata. Si la ficción no es más que el territorio de la ilusión, la realidad lo es del desengaño. El heroísmo de ciertas profesiones —el periodismo entre ellas— consiste en condenarse a nunca más vivir fuera de los dominios del desengaño. Por lo pronto, es domingo y termina la columna. Es decir que ya es lunes y no hay marcha atrás. A diferencia del resto del mundo, la columna está lista. Me queda la impresión más bien literaria de que tengo control sobre un pequeño trozo del destino. Suspiro, como al fin de una noche de pasión con la mujer equívoca. Me consuelo pensando que lo demás del mundo no está mejor y todo necesita corrección. Ante la intransigencia de la realidad, la doble vida elige ir adelante.

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