jueves, julio 02, 2009

El hotel boutique-Pedro Ángel Palou (El Universal-Opinión 02/07/09)

De un tiempo a la fecha han proliferado ciertos establecimientos que no llegan a hotel y cuyas pretensiones les impiden quedarse en el modesto grupo de los confiables hostales. Existen dos tipos claramente diferenciados: los que parecen una casa (o lo fueron y a la muerte de la longeva abuelita conservan los muebles, las mullidas alfombras, las viejas porcelanas) y los remodelados por costosos arquitectos y diseñadores japoneses.
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Hace seis días, por motivos de trabajo, pernocto en un hotel boutique —la persona que me recogió en el aeropuerto y me trajo aquí lo pronunció en cursivas, lo juro. Está en Palermo y es como la casa de mi abuelita. El barrio merece un artículo aparte. En sus caminatas juveniles, cuando aún veía, Borges venía hasta aquí, al arrabal, a la casa de su admirado Evaristo Carriego. He visto la casa, por cierto, y espero que nunca la conviertan en hotel boutique, para bien del recuerdo y la milonga.
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Unas cuadras, después de la vía, se llega a Palermo-Soho, lugar lleno de restaurantes y jóvenes parejas y en donde Francis Ford Coppola compró una casa y, sí, no lo van a creer, después de rodar una película, decidió convertirla en hotel boutique, la puta que los parió, como diría un chófer de taxi que no daba con mi posada de lujo:
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— Pero si es una casa familiar, che —me comentó cuando al fin dimos con el sitio.
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— Pero mire, no se ofenda, ese letrero, esas mustias letras dicen el nombre de mi hotel.
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— Y sí… como yo le digo a mi hermano, si alguna vez reencarno en argentino, haré de mi casa un hotel. Si serán boludos…
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Pagué y toqué el timbre.
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Este es uno de los inconvenientes de los hoteles boutique: hay que llamar, anunciarse y el portero eléctrico vibra dejándonos pasar al patiecito —aquí no hay lobby— donde una mujer que podría haber sido mi tía Conchita hace un gran esfuerzo por tenderme un llavero.
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Para que no me olvide donde estoy y no ose pensar que se trata de un hotel cualquiera han llenado mi recámara de fotos familiares en sepia. El primer día ni siquiera las miré. Al cabo de casi una semana a alguna le cuento mi día, a otra —gordita y con un vestido de flores— le rezo y he volteado la del que pudo ser el esposo de la abuela, un vetusto general cuyos bigotes rivalizan con las hileras de medallas.
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Es tan íntimo mi hotel boutique que me da miedo desarreglar la cama, ensuciar el inodoro o dejar tiradas las toallas en el baño. Qué delicia el anonimato del gran hotel donde sólo pueden decir: “Allí va el de la 308”. En donde ahora duermo, en cambio, siento que me miran con recelo: “Allí va el que ensucia el inodoro”. “Mirá que mal, ahora quiere desayunar el muy desprolijo, después de que deja todo tirado”.
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Por la mañana, un joven tímido me pregunta si quiero huevos. Por supuesto que quiero huevos, quiero todo lo que haya porque en los hoteles boutique no hay cena, no existe un piano bar de solitarios y tengo mucha hambre:
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— ¿Revueltos o fritos?
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— Revueltos —digo yo que estoy a punto de desmayarme
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— ¿Con jamón o con salchicha?
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— Con jamón. Tengo prisa.
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Cuando el joven tímido se retira me levanto y me sirvo de una hermosa jarra de cristal cortado una copa de jugo de naranja. Una tetera de plata que bien pudo en mejores tiempos ocultar al genio de Aladino me permite servirme café.
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Espero diez minutos y el joven regresa, sudoroso:
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— Se nos acabó el jamón, ¿ desea salchicha?
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Sólo un par de huevos. Con o sin salchicha me da igual”, pienso, pero le digo que sí, que está bien, por no herir su susceptibilidad. Si su familia no hubiese convertido la casa de su abuelita en hotel boutique él nunca le haría unos huevos a un desconocido.
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Cuando al fin llegan me los tengo que comer de golpe, han tocado a la puerta para avisar que ya vinieron por mí y que me espera un nuevo día de trabajo.
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Si hubiese estado en un hotel normal, vuelvo a pensar.
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En el taxi la amable chica que me trajo del aeropuerto inquiere:
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— ¿Qué tal el hotel?
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Como puedo desvío la pregunta, le hablo del ñandú, los gauchos, la yerba mate. Nada como poner color local de por medio cuando no se tiene nada que decir.
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Un cuarto de hora después pasamos por un enorme hotel, uno de verdad. Suspiro muy hondo y me digo que yo, si reencarno en argentino seré seguramente botones de este hotel, es al menos por hoy mi sueño más hondo.

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