lunes, julio 06, 2009

De honduras democráticas

Diario Milenio-México (06/07/09)
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1 El Pacto de Managua
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Hay términos elásticos a su pesar, como es el caso de democracia. Si hubiese que dar crédito al reclamo de todos los tiranos de este mundo, encontraríamos apenas un puñado que aceptara ser antidemocrático. Si los jerarcas de Alemania soviética tuvieron la humorada de bautizarla como Democrática y ahora mismo Ahmadineyad y Jamenei celebran la victoria de su caricatura democrática masacrando, apresando o secuestrando a quien no está de acuerdo, cualquier cosa podría caber en el término; democracia sería por fin aquel vocablo hueco y vacío en que sus enemigos buscan transformarla. Da hasta risa escuchar a los autoritarios más plantados en el papel de amigos de la libertad, pero provoca grima certificar que a estas alturas hay quien les hace caso. Debe de ser trabajo de un mal humorista, se dice uno entre risa y horror, ese grotesco sketch donde aparecen Raúl Castro, Hugo Chávez y Daniel Ortega —tres militares de ímpetus imperiales y cara extradura— pontificando en torno a la democracia y denunciando “intervención extranjera” en la frágil república de Honduras, apoyados por una pronta corte de papanatas.
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Ahora mismo, a la hora en que el Mártir Empijamado vuela hacia su país nada menos que en un avión venezolano, sus partidarios no tienen empacho en anunciar que al mando de la nave va un “capitán bolivariano”. Por lo visto, varios de los demócratas que animan el regreso de Manuel Zelaya —ayer tirano en ciernes, hoy prócer democrático— a tierras hondureñas, verían la hipotética intervención de soldadesca venezolana con el mismo entusiasmo que en su momento dispensaron al despliegue de tropas del Pacto de Varsovia, eufemismo muy útil para encubrir las invasiones soviéticas, realizadas en el nombre de una entelequia no muy distinta de lo que los chavistas apodan democracia. Un despotismo hipócrita y paternalista que no acepta la réplica ni da espacio a las dudas, en nombre de un discurso mesiánico descontinuado y tétrico, no muy distinto del que hace varias décadas abanderaba la derecha más silvestre.
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2 La ley del buscapleitos
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Nada tiene de nuevo que a un mando autoritario lo sostenga el pavor que inspiran los rufianes. Cada que puede —y puede todo el tiempo— el golpista Hugo Chávez lanza bravatas contra enemigos reales y potenciales, la mayoría perfectamente aplastables por el poder omnímodo que ha logrado construirse. Tantas y tan sonadas resultan sus soflamas que ya campea el miedo a malquistarlo. ¿Cómo entender, si no, la cándida idiotez de quienes expulsaron a Zelaya de Honduras y con ello invirtieron los papeles, en vez de procesarlo por pisotear las leyes a sabiendas? ¿Qué otra cosa, si no el síndrome trágico de Neville Chamberlain, justifica que José Miguel Insulza —hombre civilizado donde los haya, a quien Chávez tachara de pendejo— no pierda la oportunidad de dar gusto al fascismo de boina roja? A juzgar por las últimas declaraciones del canciller más solo del mundo —el hondureño Enrique Ortez, que recién llamó a Obama “negrito” y lo acusó de no enterarse de nada— da más miedo enfrentar a la gavilla bolivariana que a los demás gobiernos del orbe. Nadie mejor que los hermanos Castro sabe cuánto respeto impone entre los pusilánimes el victimismo en armas del barbaján que insulta a diestra y siniestra y jura estar dispuesto a cualquier cosa, como el demente que amenaza a la turba con volarle los sesos a un niño.
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Uno de los pilares de la hipocresía consiste en el talento para acusar al otro de hacer lo que uno hizo, o piensa hacer. Eso que los expertos llaman pleito ratero: el agresor usurpa el estatus de agredido y en adelante goza de impunidad perfecta. A su vez, los testigos del desaguisado prefieren suscribirse a la versión torcida de los hechos antes que ser sumados al copioso listado de complotistas a diario cacareado por la falsa víctima. ¿No es cierto que es más cómodo y al cabo conveniente formar parte del club de buenas conciencias, en lugar de vivir bajo el intenso asedio de calumnias, insultos y golpes bajos sin número ni madre? Algo apesta entre tanta corrección diplomática, si los que hablan en nombre de la democracia son justo quienes viven de bombardearla.
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3 La danza de los barriles
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Uno de los aspectos más detestables de una tiranía —su ventaja mayor, para el esbirro— tiene que ver con la administración discriminante, que es la divina facultad de dar o arrebatar derechos y privilegios, según la sumisión del ciudadano, cliente o compañero. Mientras los hondureños tuvieron al subcomediante Zelaya por mandamás, el petróleo les costó una bicoca. Hoy, cuando sus antiguos compinches —no muy distintos de él, vale decir— han echado de Honduras al aspirante a sátrapa, su castigo es quedarse sin ese combustible por sí mismo capaz de transformar repúblicas en satélites, cuando no presidentes en mayordomos. La libertad, se dice, carece de precio, pero el petróleo sí que lo tiene, y de hecho se cotiza por encima de ella, cuando menos en la experiencia de quienes lo abaratan selectivamente, a cambio de una cierta sumisión positiva. Es decir religiosa, total e incontestable. Al tiempo que el debate en teoría democrático toma forma entre insultos y razones, bajo la superficie la cosa se reduce al precio del barril. El comprador ya sabe que lo que no ha pagado con moneda corriente, lo saldará en recortes de libertades —previa distribución de privilegios rigurosamente condicionados y derechos en calidad de préstamo.
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Pobre señor Insulza. Demócrata intachable, inteligente, culto y de probada decencia, debe elegir entre llevar el agua a uno de dos molinos indeseables, y termina siguiendo a pie juntillas el guión de quienes menos lo respetan. Él, que alguna vez dijo que el principal problema del populismo es que cree que es posible repartir lo que no se tiene, ha de sacar la cara por ese adefesio. Apostar, en el nombre de la democracia, por los dinamiteros de la democracia. O de cómo borrar con el codo lo escrito con la mano. Qué ingratitud, para un demócrata de cepa, tener que hacerse el tuerto y pretender que ignora lo que todos sabemos, no sea que se le enojen sus peores enemigos —que no respetan reglas, ni tratos, ni opiniones distintas— y les dé por meterse en más honduras.

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