sábado, julio 04, 2009

Banderines-Álvaro Enrigue (El Universal-Opinión 04/07/09)

Hay que empezar por aceptar que no todas las tradiciones son ni tan buenas ni tan bonitas como de pronto nos ha hecho pensar el conservadurismo de los mensajes positivos que la tele se siente obligada a emitir entre las barbaridades de los noticiarios y las necesidades dramáticas de los culebrones. Hay tradiciones que son más bien calamidades, como la que representan esos insoportables vienevienes melódicos que son los organilleros —hostigando con su gorrita por un servicio que nadie les pidió y a nadie le gusta— o esa manía horrenda y supongo que prehispánica —de la que ya hablé en algún otro espacio— que consiste en escribir en las paredes de los negocios todo lo que venden esos negocios.
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De todas las tradiciones mexicanas que deberíamos esforzarnos por abatir hoy en la mañana, la peor de todas siempre me ha parecido la de gozarse en las caras gigantes. ¿De dónde viene esa misteriosa pasión por llenar el Periférico de cabezas de señoritas anaranjadas con los labios inyectados, de argentinos monoceja con la camisa abierta hasta las tetillas? En todo el mundo un whisky se anuncia con un whisky; aquí con un papuchín que no se afeitó.
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En el contexto de este gozo por arruinar el paisaje urbano —cuando lo hay—, la más horrenda de todas nuestras tradiciones es la de los banderines de plástico con la cara de un candidato a algo que nunca se entiende qué es. ¿De verdad nuestra clase política secundaria supone que exhibir su cara de diario pero ultramaquillada en cada poste de luz sirve para algo? En una ocasión un despistado me invitó a formar parte de un partido político muy urgido de cuadros: el plus que ofrecía, lo juro, era un póster con mi cara retacando el barrio. Si alguna vez soñé con la política —en realidad no—, aquello era para salir despavorido.
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Definitivamente no creo en la chulada de anular el voto: lo que parecía una propuesta creativa para castigar la avaricia de los partidos políticos se nos convirtió, quién sabe cómo, en un salvavidas para una sociedad con una crisis de autoestima tan honda que se avergüenza de votar. Sin embargo, el espectáculo de las carotas de los candidatos alegrando Coyoacán me hace pensarlo dos veces.
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De las urnas voy a salir deprimido y pensando ¡qué hice!, como todos los habitantes de un país con la autoestima de una planta de epazote, pero en el fondo voy a estar contento: vote por quien vote, la cara gigante de Laura Esquivel va a dejar de juzgar desde cada esquina de mi barrio las miserias de mis regalías.

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