martes, junio 02, 2009

Perlada de sudor

Diario Milenio-México (02/06/09)
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De entre todas las secreciones que produce el cuerpo acaso ninguna sea tan vilipendiada como el sudor. Pocos blanden el olor del sudor propio como una bandera y todavía menos, al percibir las notas de transpiración en el aire, se aproximan al portador para celebrar su presencia. ¿Hace cuánto que alguien no halaga esa frente perlada de sudor? ¿Por qué resulta tan difícil describirlo como un aroma? Fuera del gimnasio, donde por alguna razón milagrosa parece volverse inodoro, ¿cuántas personas exclaman gemidos de positivo asombro ante los chorros que ensombrecen las camisas o las gotas que brotan de las palmas de las manos? Porque resulta claro que el semen y sus homólogos vaginales, que constituyen pruebas irrefutables de la existencia del placer sexual, se han convertido en sustancias preciosas cuyo valor de uso y valor simbólico suele registrarse a la alta en épocas pre-históricas e históricas y en sociedades tanto occidentales como orientales. Igualmente apreciadas son esas lágrimas a través de las cuales queda huella del paso de una fuerte emoción, la cual bien puede ser tanto positiva como negativa puesto que se llora tanto de alegría como de pena. Incluso la orina, ese humilde líquido que resulta de la ingesta de otros tantos líquidos, ha encontrado sus seguidores entre los practicantes de la orinoterapia y aquellos que gustan de las lluvias doradas. Pero el sudor, esa sustancia que alguna vez se constituyó en el sinónimo mismo del esfuerzo físico relacionado al trabajo duro apto para transformar la naturaleza y producir, luego entonces, valor, ese sudor tan pegado a la axila del brazo a cargo de humanizar al mundo, ha ido decididamente a la baja.
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Detenido con la siniestra ayuda de anti-transpirantes o encubierto con la sospechosa acción de desodorantes, ambos de fabricación masiva, el sudor parece destinado a perder la batalla en todos los frentes (especialmente en la propia). Para empezar, al sudor se le asocia con la explosión de las hormonas que conducen a más de uno a la vorágine de la adolescencia (y hay pocas familias contemporáneas que escapan al pavor que produce la adolescencia). Se sabe que los bebés o los pubertos no sudan, o no al menos en el sentido derogatorio del término. Los bebés y los pubertos sudan, esto es, pero no huelen a sudor. Una vez atravesado el umbral de la adolescencia, ya cuando el cuerpo del ser humano se encuentra del otro lado, la leyenda negra del sudor se multiplica tan copiosamente como sus gotas.
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El sudor juega un papel no irrelevante en la producción de identidades de clase que, a fin de cuentas, parecen más bien estigmas. Para empezar, se suele asociar al sudor de manera directa con la falta de aseo. Alguien huele a sudor cuando no se baña, se sabe. Los vagabundos y los viajeros sudan, no así los turistas. Los hippies sudan, pero no los yuppies. Los exiliados, los deportados, los desertores sudan la gota gorda (y a veces también lloran). Sudan, pues, los sucios: los sin oficio ni beneficio. Las niñas bien no sudan; las muchachas de barrio sí. Sudan los obreros, pero más sudan los desempleados. Los integrantes de la pequeño burguesía, la burguesía y, especialmente, de la aristocracia, incluso cuando ésta sea a todas luces venida a menos, no sudan. No sería una mentira añadir que la invención y, luego, la producción de los perfumes y ungüentos con los que se encubre al cuerpo que se aleja (o busca por todos los medios alejarse) de los humildes rondines del trabajo manual se debe a la imaginación y las aspiraciones de movilidad social de estas insignes clases de la sociedad.
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Para colmo de males el sudor hace su acto de aparición en situaciones de gran nerviosismo, cuando el peligro o la jerarquía del poder provocan la súbita falta de confianza en uno mismo. ¿Y quién está verdaderamente orgulloso de la gota que se desliza peligrosamente por el temporal o de la resbaladiza textura de las palmas de las manos cuando ya no se puede más? Amenazando con echar todo de cabeza, el sudor pone en entredicho la solidez propia y, en ocasiones, incluso la dignidad. El sudor le dice al mundo: he aquí uno más que no aguantó la presión, delatando así la debilidad del cuerpo en el que hace su aparición. Superman pudo haber llorado alguna vez pero, que yo sepa, nunca conoció la irrupción empalagosa del sudor.
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Que el sudor y la tecnología no se llevan bien queda por demás claro en los punzantes aromas que resultan del roce entre la piel sudada y, por ejemplo, la terlenka. Más de un sobreviviente de los 70s, esa década que dio lugar tanto a los pantalones acampanados como a los vestidos de terlenka, podrá rememorar sin problema alguno el tufo que sobrevolaba las reuniones de post-adolescentes energéticos vestidos con pantalones de sarga y camisas de rayón. Humo sagrado alrededor. Al contrario de lo que sucede con el algodón o la seda o el lino, todas ellas telas naturales que permiten la respiración del cuerpo, el sudor penetra y se conserva con singular virulencia entre los hilos de las telas artificiales que marcan a las épocas más modernas.
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En sociedades que se dedican con pasión a olvidar o, de plano, suprimir la presencia del cuerpo, el sudor no deja de ser una especie de subversión. Alertando a las fosas nasales de los bienpensantes, el cuerpo sudoroso cuestiona las atmósferas asépticas de los inmóviles y de los rígidos. El que suda camina, baila, avanza. El que suda no sabe o no puede estar quieto. Es difícil sudar frente a una pantalla (aunque cosas más raras han sucedido, en efecto) dentro de oficinas donde el aire acondicionado regula la temperatura diaria, pero es fácil hacerlo en plena calle, bajo una Jacaranda, mientras uno huye a toda velocidad del aburrimiento o de la repetición. El que suda murmura, extasiado: mira esta frente perlada de sudor.

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