lunes, junio 29, 2009

El mito espeluznante

Diario Milenio-México (29/06/09)
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Jingle Thrills
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Me van a perdonar, pero no guardo luto sino horror. Por más que el bombardeo sea unánime y la noticia insista en atañer a todo el universo, no consigo eludir la visión de una nada gigantesca, si bien profusamente iluminada. Como esos fondos de inversión cuyos esquemas piramidales dejarán a la postre a sus inversores con las manos repletas de papel mojado, el mito Michael Jackson apenas tiene carne de dónde morder. Si me pongo en lugar de uno entre los millones que hoy se dicen sus deudos, encuentro menos información confiable sobre su vida real que la provista a los espectadores de King Kong, por citar a otro freaky de ficción. Y entre esos pocos datos hay tantos números involucrados —fueron del negro al rojo, con los años— que cabe preguntarse cuáles serían las dimensiones del mito sin la indiscreta colaboración de tantas cifras a la postre fatales. Toneladas de dólares yendo y viniendo para saciar la codicia infinita de la industria disquera y la megalomanía hueca de su hijo y producto predilecto. En medio, algunos álbumes y videoclips, producidos por los mejores profesionales que el dinero podía comprar. Nada muy diferente del proceso que lleva a la realización de un jingle publicitario. Contra los cuales uno nada tiene, pero tampoco espera que contengan emociones genuinas.
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Cierta vez, el gerente de una emisora radial me habló de una estrategia de comercialización que encontré poco menos que diabólica: pretendían convencer a la totalidad de sus anunciantes de enviarles solamente comerciales cantados, de forma que la música jamás se detuviera, y acaso ni siquiera se diferenciara. Digo que era una idea casi diabólica porque muy bien se sabe que al hombre del tridente no suelen ocurrírsele proyectos inviables, si bien no necesito ni esforzarme para imaginar un infierno ambientado exclusivamente con sonsonetes publicitarios y proselitistas. ¿Cómo explicarle al ingenioso gerente que un jingle y una canción son productos no menos distintos entre sí que, digamos, un slogan y un poema? Ni para qué. Ya entrados en la era de Madonna y Michael Jackson, donde cualquier cosa puede valer cualquier cantidad, se entiende que la cosa se reduzca a números. Del mejor álbum que grabó Michael Jackson pesará siempre más el dato de las copias vendidas que el de la producción de Quincy Jones.
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Vivir pantalla adentro
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El pecado de Warhol no fue vender como arte una lata de sopa Campbells, sino hacerse con tantos émulos al vapor. “Andy Warhol es el único genio que he conocido con un IQ de 60”, dijo Gore Vidal, seguramente sin reparar en el rebaño que ya venía detrás. Como era de esperarse, la diferencia —abismal, en teoría— entre vender sopas y elevar la cotización de una obra de arte donde la estrella es una marca de sopa, fue haciéndose sutil hasta borrarse en los dominoos de la práctica, donde no importa ya la intención, ni la emoción, sino la nitidez —que no la transparencia— del engaño. Fue justo en los mejores años del mito Michael Jackson que la tecnología hizo accesible todo engaño visual imaginable. Si podía concebirse, también podía filmarse.
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No olvido aquel concierto en el Estadio Azteca. El cantante de pronto despegaba del escenario y lo circunvolaba, al mando de un moderno artefacto personal equipado con sendas especies de turbina. Una excentricidad más costosa que osada, aunque sus seguidores —entre ellos muchos miles de niños— la festejaron inclusive después de enterarse que el cantante se valía de un stuntman para el efecto. Un doble intrépido que alborotaba al gentío mientras él descansaba, detrás del escenario. Un recurso muy válido, dirían, habituados a la escasez total de retroalimentación escénica. Si la gente no espera que la pantalla le devuelva otra cosa que nuevas imágenes, en las cuales no es concebible que incida un vil mortal, por qué había de quererse nada distinto cuando los personajes de la pantalla se trasladan a cualquier escenario. Desde el planeta Tierra, nada que concerniese al personaje —ni siquiera delitos evidentes que hasta entre presidiarios tienen el peor de todos los estigmas— podría nunca ser entendido como humano, ni por tanto juzgado o comprendido. Como si sucediera todo dentro de un foro, donde los abusados padres del niño abusadito salen bailando al ritmo de veinte millones de dólares y nadie se preocupa porque nada es real. Neverland no parece sino la capital de Nothingland.
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El peso de la marca
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Nada tuvo de extraño que se le viera en Disneylandia celebrando los 60 años de Liz Taylor —una mujer famosa desde los cinco años, que hasta entonces jamás había puesto un pie en una sucursal bancaria, y ni siquiera manoseado un cheque—. Uno y otra habituados al crosslifting de la fama mundial, no podían por menos de encontrarse en el mismo laberinto de cápsulas que se vuelve la vida cuando el usuario debe vivirla entera acorralado. Si ya el trabajo de conservarse humano implica largas y tortuosas sesiones de levantamiento de cruz, espanta imaginar el precio de vivir al cuidado de la propia etiqueta. Ser uno mismo sopa y cantarse su jingle. Vamos, en su lugar ya me habría metido no sólo drogas varias y poderosas, sino al cabo una cápsula repleta de cianuro.
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En 2001, el mito Jackson celebró treinta años de carrera en el Madison Square Garden, para lo cual pagó más de un millón de dólares a Marlon Brando por hacerse presente. Lejos de imaginar el extremo de tóxica irrealidad en el que hay que girar para verse obligado a rentar amigos célebres en el nombre de una leyenda plástica, puede uno sin embargo asomarse a la historia por los rastros de soledad y aislamiento que el personaje iba dejando tras de sí, condenado a elegir entre misantropía y antropofobia. Una historia alarmante donde las haya, agazapada tras el payasito angélico que asegura querer a todo el mundo con esa voz de autómata de Spielberg que hacía de él un niño de caricatura. Un niño escalofriante, si se piensa dos veces. Una especie de self-made monster que de pronto, no obstante, lo hizo a uno bailar, pero hace mucho tiempo le provocaba más miedo que otra cosa. Nadie mejor que Michael Jackson debió de haber sabido que ni el diablo es capaz de volar sin pagar. Ya lo decía el constructor de androides de Blade Runner: Flama que alumbra el doble dura la mitad.

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