lunes, junio 01, 2009

De la balada al balazo

Diario Milenio-México (01/06/09)
---
Hit the Hit Man
-
What’s wrong with you guys?, se alarmó el propietario del castillo no bien los policías saltaron hacia él y lo derribaron. Como si fueran ellos los del problema. No estaba armado, pero insistía en dejar las manos en las bolsas cuando se le ordenaba que las levantara. Vistas las circunstancias, se diría que estaba tratando desesperadamente de llenar los zapatos de Mr. Cool. “¿Qué les pasa, muchachos?”, no obstante, parece una pregunta contraproducente cuando existe un cadáver fresco de por medio. “¿Qué no saben quién soy?”, reparó desde el suelo el dueño del castillo, atónito porque ninguno ahí era capaz de reconocer a Phil Spector de carne y hueso. ¿Qué les pasaba a los oficiales? ¿Acaso imaginaban que alguien como él podría ser culpable de nada, como no fuera un día hacer bailar a sus madres y abuelas?
-
No serían aquéllas las únicas palabras inoportunas del inquilino del Castillo de los Pirineos, un inmueble más bien extravagante con treinta y tres habitaciones y un terreno de doce mil metros cuadrados situado en el condado de Alhambra, California, donde vivía como un aristócrata de colmillos largos. En el transcurso de la noche fatal, Spector había paseado a tres mujeres consecutivas abordo de su Mercedes 430S limousine, conducido por el chofer Adriano De Souza. Luego de un par de horas de espera —declararía el brasileño De Souza tiempo después, delante del jurado— se escuchó un estallido y al poco rato salió su patrón, pronunciando las cinco palabras que acabarían por hundirlo en la cárcel: I think I killed someone. De poco le valdría al productor de Let It Be —solía hablar de Lennon como “el hermano que no tuve”— replicar que el chofer lo entendíó mal, una vez que los investigadores habían encontrado rastros de sangre en una de las bolsas de su pantalón. Sangre de la Lana Clarkson, que murió de un balazo en el paladar por ahí de las cinco de la madrugada del lunes 3 de febrero de 2003.
-
“Y yo no sé cual fuera su jodido problema, pero ella no tenía ningún derecho de venir a mi jodido castillo y volarse la jodida cabeza”, añadió todavía el productor, camino a la comisaría, no sin antes lucirse tachando a Lana de “pedazo de mierda”. ¿Cómo entender que ahí donde los derechos del acusado comienzan por el de permanecer callado, un hombre como Spector se atreviera a decir tantas estupideces juntas? Es de creerse que fuera por eso. Él es Phil Spector y los demás no. No se concibe que una leyenda de sus dimensiones vaya a dar a la cárcel por homicidio. No es ni posible, vamos. Debe de haber algún error. Un hombre que ha pasado de los sesenta años y tiene una fortuna incalculable no se mete en problemas de esta clase…
--
El de la pistola de oro
-
Antes de trabajar para Phil Spector, el defensor Bruce Cutler había ganado fama representando a O. J. Simpson. Salirse con la suya una vez más podía ser tan fácil como evocar los logros profesionales de su defendido, a manera de pruebas de descargo, y al propio tiempo cargar contra los familiares de la víctima, a quienes no bajó de “lambiscones y parásitos”. ¿Qué culpa iba a tener su célebre cliente de que una desequilibrada más eligiese de pronto suicidarse en la sala de su château? Para mejor probar esa celebridad, el acusado —libre con una fianza de un millón de dólares— solía presentarse en el juzgado como si se tratase del escenario de una opera rock. Tacones altos, sacos hasta la rodilla, pelucas estrambóticas que treinta años atrás habrían sido la envidia de Elton John. Se diría que desde el mismo look, Spector se empeñaba en dejar claro que su reino no era de este mundo, ni aceptaba por tanto otra jurisdicción que su reinado. El jurado tendría que empezar por elegir entre verlo como una leyenda viva o encontrar en su estampa no mucho más que un viejo ridículo y patético. De sobra está decir hacia dónde apuntaban las evidencias.
-
Apegado a los antidepresivos, la tarde del domingo 2 de febrero Spector había salido de farra por Los Angeles. Ya pasadas las tres de la mañana, llegó a la sección vip del House of Blues y se dejó atender por la hostess. En un principio, Lana Clarkson —40 años, rubia, actriz en decadencia— creyó que el hombrecillo del abrigo blanco era alguna señora, pero su jefe la desengañó. “Es Phil Spector. Trátalo como oro.” Poco rato después, Lana ya iba en su limo. ¿A suicidarse? Según los detectives forenses, el cañón de la pistola no habría destrozado los dientes de Lana —había infinidad de astillas esparcidas por la sala— sin una mano que aún la sostuviera. Y Spector, que seguía jurando no haberse dado cuenta de que la muerta estaba bien muerta, decía por otra parte que él mismo vio cómo besaba el arma, justo antes de meterse un tiro en la boca. Es decir, le quitó su pistola y la besó. Luego inmediatamente bang. Qué ganas de joder, diría el abogado. Esas cosas sólo le pasan a Phil Spector.
--
Cañones cariñosos
-
Tras un juicio abortado, los fiscales volvieron a la carga, sostenidos por una montaña de evidencias y cuando menos cinco antecedentes que señalaban a Spector —ahora representado por Robert Shapiro, defensor de mafiosos del calibre de John Gotti— como agresor armado recurrente. Ya fuera en el estudio, del cual su mala fama lo había retirado, como entre sus adeptas avanzadas, Spector no tardaba en recurrir al pistolón para imponer sus órdenes y caprichos. Detestaba, por cierto, que lo abandonaran.
-
El día del veredicto, el inventor del wall of sound llegó ante el juez de saco y corbata, escoltado por tres guardaespaldas y su nueva esposa, con un botón clavado en la solapa: Obama rocks! Una vez declarado culpable, ya no volvió a la calle. Hoy purga una condena mínima de diecinueve años, que a sus sesenta y nueve parecen demasiados. Sin tacones, amantes, abrigos, castillo, parrandas, pelucas, limousines, salones vip y anteojos de colores, difícilmente conseguirá explicarse cómo un adolescente profesional termina igual que un viejo amateur. Ya puedo leer el texto de su epitafio: What’s wrong with you guys?

No hay comentarios.: