martes, junio 30, 2009

Clases de escritura

Diario Milenio-México (30/06/09)
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La pregunta no es nueva de ninguna manera y se seguirá haciendo mientras existan hombres y mujeres con manuscritos bajo el brazo: ¿es posible enseñar a alguien a escribir? La cultura norteamericana de la posguerra respondió a esta interrogante con un sí definitivo y entusiasta, asegura Louis Menand en un artículo del New Yorker hace no mucho tiempo. En “Muestra o declara. Deberían impartirse clases de creación literaria?”, el profesor de Harvard y colaborador asiduo tanto del New Yorker como del New York Times Review of Books recorre la larga aunque moderna historia de los programas universitarios de escritura creativa tanto a nivel de licenciatura como de posgrado en Estados Unidos para llegar a una verdecito más bien optimista: aun y cuando el autor nunca publicó un poema, el haber pertenecido a una de estas clases lo hizo partícipe “de una empresa frágil, aquella de la poesía contemporánea” cuya influencia se dejó sentir en todas las otras decisiones que tomó en su vida tanto como lector como ciudadano. “No la cambiaría por nada”, dice de su experiencia como estudiante en uno de esos talleres intensamente personales, a veces desgastantes y, a veces, en efecto creativos que se imparten en muchas universidades norteamericanas y, cada vez en mayor número, en países tan diversos como Gran Bretaña y México, Nueva Zelanda y Corea del Sur. ¿Pero es posible, de verdad, producir escritores en un aula?
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Menand, académico al fin, toma la ruta más documentada. Aunque ya existían clases relacionadas a la escritura desde 1897 (en Iowa hubo una clase llamada “Verse Making” desde esa fecha), el concepto universitario de Escritura Creativa o, como usualmente se denomina en español, Creación Literaria, no empezó bien a bien sino hasta en los 1920s, cuando se llevó a cabo la Bread Loaf Writer´s Conference en Middlebury, lugar en el que Robert Frost fungió como el primer Escritor en Residencia. Fue en 1936 cuando Iowa dio inicio sus ahora muy famosos Talleres de Escritura, otorgando por primera vez un grado de Maestría en Bellas Artes (diferente a una Maestría en Ciencias o Ciencias Sociales porque es un grado terminal) a escritores creativos. Después de la segunda guerra mundial, los programas para escritores no hicieron más que crecer. John Hopkins y Stanford le dieron la luz verde a sus seminarios de escritura en 1947. Cornell haría lo mismo apenas un año después. El proceso se multiplicó en los 60s, la década en que se contrataron más profesores universitarios en todos los tiempos. Si para los inicios de los 80s había 79 programas en Escritura Creativa en Estados Unidos, su número ha alcanzado un temerario 822 en tiempos más recientes. Los programas de posgrado, en este caso a nivel de maestría, han crecido a un ritmo comparable: de 15 en 1975, el número ha saltado a 153 hoy en día. La pregunta, por supuesto, sigue siendo la misma: ¿es posible, de verdad, enseñar a alguien a escribir en un salón de clase?
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Aunque hay pocas reglas, escritas o no, acerca de lo que un profesor debe enseñar en una clase de escritura, Menand también le dedica atención a los cambios de énfasis que se registraron lo largo del siglo XX en este aspecto. Del “mostrar vs. declarar”, que se convirtió más que en un lema, en un verdadero mantra de los talleres literarios de inicios del siglo, al llamado a “encontrar la voz propia” que resonó tanto en los 60s, es claro que la escritura —su función y su lugar, su círculo de influencia y sus “tecnologías”, su misma enseñanza— se ha transformado de acuerdo a conversaciones sociales más amplias. Pocos de los que entran a un salón de clase donde se imparten clases de escritura creativa se proponen transmitir “inspiración”, pero muchos creen que es posible “ejercitar” un oficio. Lugares como Iowa incluso llegar a afirmar que ellos pocos tienen que ver con la resonancia de varios de sus graduados (5 premios Pulitzer entre ellos), asegurando que no hacen más que mantener juntos por un cierto tiempo a aquellos de entre sus solicitantes que muestran mayor talento. “Es más lo que ellos traen”, dicen sin resabios, “que lo que se llevan de aquí”.
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El tema se presta, cual debe, a un sinnúmero de pullas y a charlas interminables (de preferencia alrededor de unas cuantas cervezas). Lo cierto es que un batallón importante y muy diverso de escritores norteamericanos contemporáneos se ha graduado de programas universitarios que bien pudieron ayudar (o no) al desarrollo de su oficio, pero que evidentemente no destrozaron su vocación personal o su genio. Menand nos recuerda que escritores tan diversos como Raymond Carver, Joyce Carol Oates y Ian McEwan son resultado de programas universitarios. Oates estudió la licenciatura en Escritura Creativa en Syracuse, mientras que Carver tomó clases en Chico State University, en Humboldt State Collage y en Sacramento State Collage antes de convertirse en un Wallace Stegner Fellow en Stanford. McEwan tomó clases con Malcolm Bradbury. Autores más contemporáneos como Ricky Moody, Tama Janowitz y Mona Simpson, asistieron a talleres de escritura casi al mismo tiempo en el programa graduado de Columbia y lo mismo hicieron, también casi al mismo tiempo aunque en la Universidad de California en Irving, Michael Chabon, Alice Sebold y Richard Ford.
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Yo, que no tengo nada resuelto al respecto, me pongo a pensar en estos datos y no puedo evitar relacionarlos de alguna manera con lo que ocurre en México. ¿Son más eficientes en realidad la bohemia y el café, el antro y la calle, el maestro personal y los talleres? ¿Es de verdad deseable que existan programas de escritura en instituciones universitarias del país?
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Veamos.

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