martes, mayo 05, 2009

Radiografías violentas

Diario Milenio-México (05/05/09)
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Como si se trataran de violentas radiografías, los desastres naturales tienden a poner de manifiesto males que la vida cotidiana vuelve —con sus prisas y sinsabores, con sus encuentros y rutinas— transparentes. Se requiere una cierta cantidad de olvido y una que otra estrategia de distracción, después de todo, para soportar una realidad no sólo imperfecta —ese sería, de hecho, el menor de los males— sino esencialmente injusta y mezquina, en resumen: insoportable. Así, aunque todos vivamos al tanto de los juegos sucios que componen no pocos de nuestros rituales, y aunque participemos ya pasiva o activamente en muchos de ellos, es más común hacerse el desentendido que poner una atención ya estética o ética no sólo a lo que nos rodea, sino también a las bases mismas de eso que nos rodea y, por rodearnos, nos funda. Pocos eventos, pues, nos obligan a desarrollar una conciencia del entorno de manera más rápida y puntual como los fenómenos que, fuera de nuestro control, nos avasallan, provocando muertes masivas. El temblor de 1985, por ejemplo, dejó al descubierto la serie de corruptelas públicas que debilitaron las trabes de los edificios que terminaron destrozando los cuerpos y las vidas de miles de víctimas. El huracán Katrina obligó a muchos norteamericanos a constatar la vergonzante falta de cuidado y protección que el gobierno de Estados Unidos brinda a los más frágiles de sus ciudadanos. Por eso no es de extrañar que la epidemia de influenza que ha azotado a la ciudad de México durante las últimas semanas de abril haya también levantado el velo de normalidad que ha encubierto, entre otra cosas, los defectos congénitos del sistema de salud pública en México, dejándonos ver lo que ya sabíamos: hospitales mal equipados, escasez de medicamentos, pobre infraestructura. Pero en la radiografía apareció también algo con lo que se contaba ya al menos desde 1985: una sociedad civil que, amasando una masiva voluntad de millones ha podido cuidar de sí y de una también masiva ciudad de México.
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La epidemia también ha puesto frente a nuestros ojos lo que ha estado frente a nuestros ojos por tanto tiempo: la intromisión constante de transnacionales que, aprovechando el costo de la mano de obra local y los acuerdos que logran establecer con autoridades locales, muestran poca preocupación por el medio ambiente y las condiciones sanitarias de las comunidades circundantes. La teoría de la dependencia y sus acólitos pueden haber perdido la popularidad de la que gozaron hacia el segundo tercio del siglo XX frente al embate de las nuevas historias sociales que, al pensar en la agencia de los elementos internos de un sistema, cuestionaron el peso real de las estructuras externas sobre las economías y sociedades latinoamericanas, pero la presencia de transnacionales con poco sentido de responsabilidad comunitaria es tan real ahora como entonces
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La facilidad con la que sale a flote el lenguaje coercitivo de la orden y la restricción es tal vez uno de los daños colaterales más obvios del paso de la epidemia. Sin necesidad del diminutivo ni las verdades a medias, con el justificado afán de contener el contagio y disminuir, así, el número de muertos, el lenguaje más uniforme de la imposición brota a la menor provocación. Lávese las manos. No salude. Cúbrase la boca al estornudar o al toser. No se aproxime. Vivimos justo entre las páginas de un manual gigantesco que está siendo leído en voz alta —y con ayuda de un micrófono— por aquellos que viven encerrados dentro de las oficinas del poder.
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Pocas cosas como el A/H1N1 dejan ver de manera más clara la suspicacia y la tensión que genera la presencia de los mexicanos en Estados Unidos. Acostumbrados como están a darle la espalda a la vecindad que tienen con México tanto desde sus orillas como desde dentro, los Estados Unidos ahora tienen que ver lo que ya saben que verán: la creciente presencia de trabajadores mexicanos sobre cuyos hombros descansa su sistema de vida. Como es bien sabido, el primero de mayo no es festejado en Estados Unidos excepto por trabajadores mexicanos que, exportando tradiciones de lucha, marchan por ciertas avenidas. Que frente a esos contingentes algunos hayan abogado por denominar al A/H1N1 como la influenza mexicana, mientras que otros hicieron un llamado incluso para cerrar las fronteras, no es más que la manifestación más virulenta de la falta de diálogo y la falta de conocimiento que producen ansiedad y miedo, especialmente en zonas donde, de acuerdo con el censo oficial, el número de mexicanos es cada vez mayor y el uso de una de sus lenguas —el español— no sólo es cada vez más obvio sino también más inevitable.
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Las teorías de la conspiración que se han expandido casi con tanta o más virulencia que el A/H1N1 han dejado en claro también aquella vieja verdad que dice que los ciudadanos mexicanos no sólo no confían en sus políticos sino que gozan de una envidiable capacidad narrativa y argumentativa. Éstas últimas, por cierto, no deberían pasarles desapercibidas a aquellos a cargo de promover prácticas de escritura tanto en la ciudad capital como en el país entero.
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Si pongo atención a los que dicen los amigos, y los amigos de los amigos, el paso del A/H1N1 también ha dejado al descubierto una extraña belleza en los espacios públicos de la Ciudad de México. Vacías acaso por primera vez, las calles y plazas que aparecen en las fotografías de la capital sugieren paisajes después de la batalla —esa melancolía, esa desesperanza, ese abatimiento—. Todo parece indicar que, de manera paradójica, algunos de los que están frente a esas calles, viendo pasar el aire y el silencio a través de las ventanas, han tenido la oportunidad de componer una forma inmediata de recogimiento. Algo, finalmente, de serenidad.

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