sábado, mayo 09, 2009

Lágrimas en el clóset. ¿Por qué el arte de conmover se cotiza a la baja en los círculos intelectuales? (Milenio-Laberinto 09/05/09)

En una comida reciente con académicos, un maestro de filosofía descalificó a Philip Roth por el tinte melodramático de sus novelas. Le respondí que, en mi opinión, a veces Roth peca de farragoso, pero su compenetración emotiva con los personajes y su talento para hurgar en los tumores del alma no me molestaban en absoluto; por el contrario, gracias a su vena melodramática yo le perdono su proclividad a la retórica. Pues de todos modos lo encuentro muy lacrimógeno, insistió el profesor. No quise enfrascarme en una discusión áspera, como lo hubiera hecho a los veinte años, pues la moderación etílica me ha condenado a escuchar sandeces y arbitrariedades en respetuoso silencio. Pero no puedo tolerar que se siga vilipendiando a un género al que debo tantas efusiones de llanto placentero, sin traicionar a mi propia naturaleza. ¿Por qué el arte de conmover se cotiza a la baja en los círculos intelectuales? ¿Quién le teme a su capacidad perturbadora? Si el intelecto llegara a predominar sobre la emoción en la literatura, el cine y el teatro, hasta erradicarla por completo, como quería Ortega y Gasset, ¿la ecuanimidad resultante sería un avance o un retroceso?
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Quien usa el adjetivo melodramático en sentido peyorativo niega implícitamente la posibilidad de que exista un buen melodrama. ¿Son despreciables Casablanca, Lo que el viento se llevó o Esplendor en la hierba? Ni el esteta más exigente puede negar que en manos de cineastas como Fassbinder, Clint Eastwood, Almodóvar, el melodrama puede alcanzar un vuelo poético extraordinario. La crítica cinematográfica, televisiva o teatral debería distinguir cuáles melodramas utilizan recursos baratos para provocar emociones y cuáles intentan elevarse por encima de la sensiblería. Pero como es más fácil poner etiquetas que hilar fino en un juicio crítico, el melodrama ha corrido la misma suerte de algunas especies zoológicas —el asno, el cerdo, la rata— cuyos nombres son insultos. Avergonzados de sus propias lágrimas, los enemigos del melodrama combaten el sentimentalismo, como si las emociones fueran un material artístico deleznable. Desearían colocarse por encima de ellas, o cuando menos, observarlas en frío desde una prudente distancia. Pero sin el alivio de la catarsis la vida sería insoportable para millones de seres, incluyendo a los intelectuales más analíticos y abstraídos.
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Cuando los odios religiosos o las disputas ideológicas niegan el valor de la vida humana, es decir, cuando las entelequias aplastan a los sentimientos, hasta la telenovela más burda puede reconciliar al hombre con sus afectos primarios, como lo ha señalado Orhan Pamuk en su estupenda novela Nieve, que narra la visita del poeta Ka a una remota ciudad de la frontera turca, donde los integristas musulmanes y los modernizadores laicos libran una guerra a muerte por imponer su ley. En ese clima de discordia civil, donde proliferan los atentados sangrientos, sólo hay una afinidad entre los bandos antagónicos: la telenovela mexicana Mariana [Los ricos también lloran], que todas las noches paraliza las actividades bélicas de la ciudad y conmueve hasta las lágrimas a los jefes de las facciones en pugna. Al observar el efecto de la telenovela sobre el ánimo colectivo, el poeta recién llegado al pueblo “se da cuenta de que el sarcasmo del intelectual, las preocupaciones políticas y las pretensiones de superioridad cultural lo habían hecho vivir una vida estéril alejado del sentimentalismo al que inducía aquella serie”. Orhan Pamuk no califica el valor artístico de la telenovela que unificó al pueblo turco (seguramente uno de los éxitos mundiales de Verónica Castro): sólo advierte que en una sociedad desangrada por el odio fanático, el melodrama contrarresta el poder manipulador de los dogmas políticos o religiosos y restablece las prioridades naturales de la existencia.
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Desde luego, es lamentable que en Turquía o en México la masa televidente no tenga opciones para distinguir un melodrama valioso de otro ramplón. En determinadas circunstancias, la telenovela puede cumplir una función civilizadora, como ha observado Pamuk, pero la repetición de fórmulas gastadas embrutece al público en vez de humanizarlo. Con una dramaturgia más creativa, y un menor apego a los cartabones de mercadotecnia, la telenovela podría ampliar los horizontes culturales de su público y darle elementos de juicio para exigir un mejor entretenimiento. Las mafias de mediocres incrustadas en las televisoras mexicanas lo saben y por eso han cerrado filas para impedir una renovación del género. No creo, sin embargo, que esa renovación debiera consistir en un alejamiento del melodrama, como creen algunos críticos de la televisión comercial. Se trataría, más bien, de conmover al auditorio sin falsear la realidad, dentro de unas coordenadas éticas y sociales que reflejaran la verdadera complejidad de la vida amorosa. Pero suponiendo que la sutileza y el decoro artesanal tuvieran cabida en la telenovela mexicana, como la tienen ya en las telenovelas de Colombia, Argentina o Brasil, que nos han arrebatado el mercado internacional: ¿habría en México libretistas y directores que supieran aprovechar esa apertura? Lo dudo, porque en las filas del cine marginal o del teatro universitario, de donde podrían salir los nuevos cuadros de la televisión mexicana, existe un fuerte prejuicio esnob contra el melodrama.
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Los jóvenes egresados del CUEC o del CCC creen a pie juntillas que los protagonistas de una historia de amor nunca deben llorar ante cámaras, y cuando tienen en sus manos a un actor de valía, le ruegan que por favor evite al máximo las gesticulaciones, es decir, que no actúe. Para colmo, muchos de ellos creen que la edición vertiginosa y la cámara al hombro los colocan a la vanguardia del cine contemporáneo, cuando en realidad están siguiendo una moda imbécil, impuesta por el videoclip. Una película con actores impávidos, en la que los tumbos de cámara marean al espectador y ninguna escena puede durar más de 30 segundos no puede conmover a nadie. Para escudriñar los movimientos del alma salen sobrando los movimientos de cámara. El melodrama requiere otro lenguaje visual y una mirada más atenta a los sentimientos de los personajes. Muchos de los recursos que utilizan los aspirantes al título de cineastas pueden servir para abrirles las puertas de algún festival, pero no para llegar al corazón del espectador. La contrapartida del menosprecio al melodrama es la sobrestimación del distanciamiento crítico. Por ese camino se puede llegar a falsear la vida sentimental, no a ponerse por encima del sentimentalismo. Pero un joven director ávido de prestigio no quiere contar historias, ni construir personajes, sino exhibir su voluntad de estilo. Pedirle fidelidad y respeto a la química de las pasiones sería tan difícil como vencer los prejuicios de un doctor en filosofía que se encierra a llorar en el clóset con la cara oculta por un tomo de Kant.
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Enrique Serna es escritor. Entre sus libros se encuentran: Las caricaturas me hacen llorar y Fruta verde.
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Las telenovelas han sido la educación sentimental de millones de personas en nuestro país, incluso entre los escritores es difícil escapar a la tentación que suponen estos ejemplos de melodrama, y prueba de ello es este sondeo que realizamos entre varios de ellos. Si bien la mayoría de los convocados aseguraron que nunca habían visto una, otro grupo reconoció su preferencia por alguna teleserie. Aquí el resultado. (Héctor González)
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Cristina Rivera Garza: Cuna de lobos.
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Mónica Lavín: Cuna de lobos.
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David Miklos: Cuna de lobos.
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Álvaro Enrigue: Mundo de juguete.
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Francisco Hinojosa: Gutierritos.
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Ana Clavel: Yesenia.
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Ignacio Padilla: La vida en el espejo.
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Élmer Mendoza: Cuna de lobos.
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Margo Glantz: Renata y Café con aroma de mujer.
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Juan Villoro: Cuna de lobos y Café con aroma de mujer.
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Pedro Ángel Palou: Alborada y Café con aroma de mujer.
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Mauricio Carrera: Amor en custodia.
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Andrés de Luna: Mirada de mujer.
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Ana García Bergua: Nada personal y la inglesa Los de arriba y los de abajo.
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Mario Bellatin: Rubí.

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