jueves, mayo 28, 2009

Inventar un paisaje

Diario Milenio-México (25/05/09)
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Hay escritores que se sientan y hay escritores que caminan; Rulfo era de los segundos. Todos leen, de preferencia vorazmente, pero no todos leen el mundo con el cuerpo. Mejor dicho: con los pies. Más que una afición, caminar fue para Rulfo una pasión y, por contradictorio que parezca, una disciplina. Recorría la Ciudad de México a pie, ciertamente, degustando los cambios del clima y los rostros de la gente. Pronto también se inscribió en clubes de alpinismo que lo llevaron a explorar de cerca los volcanes del centro del país —el Popocatepetl y el Iztaccihuatl incluidos. De hecho, una de las fotografías más entrañables del escritor jalisciense lo retrata de espaldas al fotógrafo, pensativo, pipa en boca, en alguno de los picos del Nevado de Toluca. Las lagunas del sol y la luna literalmente a sus pies.
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Sus empleos como agente de ventas y como burócrata del Instituto Nacional Indigenista sin duda contribuyeron también a afianzar su gusto por el viaje terrestre, el deslizamiento que lo pegaba más a la tierra. Que Rulfo llevaba los ojos bien abiertos en todas y cada una de sus andanzas queda muy claro al mirar, inclusive si es sólo de reojo, sus fotografías. Ahí están, íntimamente relacionadas a las minuciosas descripciones de sus libros, las imágenes que poco a poco, y de manera por demás consciente, dan cuenta del proceso de producción del paisaje rulfiano. Su manera de ver y su manera de leer convergen de maneras significativas, por ejemplo, en una de las imágenes que hizo del escritor Efrén Hernández —un explorador de las vanguardias tanto en términos de narrativa como de teatro, que utilizaba, como luego Rulfo, el recurso de la digresión, desatando hilos narrativos en textos donde la anécdota no constituía un eje central. Tal vez en ningún otro sitio como en el retrato que Rulfo le hizo a Hernández en el camino hacia el Iztaccihuatl haya quedado plasmada con mayor claridad la relación silenciosa y emocionada que los unía a ambos. Ahí, rodeado de árboles que se antojan atemporales y coronado por la nieve sempiterna de la mujer dormida, ese volcán, aparece un hombre absolutamente solo. Delgado, con la cabeza inclinada hacia la tierra, Hernández no sólo no da la cara sino que también escatima hasta su sombra misma. Rulfo lo vio así un día.
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Se sabe, por supuesto, que el paisaje no está ahí, inerte y definitivo. Se sabe que el paisaje es natural sólo a medias. Lo que sucede entre el horizonte y la mirada: eso es el paisaje. El escritor, por cierto, fue más bien claro y explícito respecto a la necesidad de “inventar”, es decir, de producir un paisaje propio. En el capítulo dos, intitulado “Hacia la novela”, del libro Los Cuadernos de Juan Rulfo, se lista una serie de elementos —aparentemente relacionados— bajo el mote de “Hay demasiadas cosas intraducibles”: Hay demasiadas cosas intraducibles,/ pensadas en sueños/ intuidas/ a las cuales uno puede encontrarles su verdadero significado solamente con el sonido original… el color./ Inefable. El idioma de lo inefable/ La aventura de lo desconocido/ Inventar un paisaje/ o un nuevo paisaje de México.” De eso, entre otras cosas, se trata también la escritura y la fotografía de Juan Rulfo. Los dos elementos entremezclados.
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Si, como asegura Eric Santner, “la fotografía es un medio privilegiado porque parece funcionar como un sitio de comercio con los muertos (o mejor dicho, con los no muertos)”, no es de extrañarse que el autor de Pedro Páramo mantuviera una relación estrecha y constante con la fotografía a lo largo de su vida. Y aquí vale la pena añadir que su trabajo con la fotografía antecedió al de la escritura y que, además, continuó una vez que éste terminó su obra literaria en 1955. Así, mirando con absoluta atención a su entorno y capturando desde rostros hasta edificios, desde plantas hasta vistas panorámicas, Rulfo se dedicó en realidad a documentar una historia natural de ese nuevo paisaje mexicano de creación personalísima y propia.
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La historia natural según Walter Benjamin, el pensador alemán, da cuenta de cómo “las formas simbólicas a través de las cuales se estructura la vida pueden vaciarse de sentido, perder su vitalidad y descomponerse en una serie de significados enigmáticos, jeroglíficos que de alguna manera continúan dirigiéndose a nosotros —llegando a nuestra piel psíquica— aunque ya no poseamos la llave de su significado”. El punto en la definición bejamineana así como en la obra de Rulfo no sólo es identificar esos pedazos de cultura material donde han quedado las huellas de otras, sino crear una estructura donde el autor y el narrador, y junto con ellos el lector, queden expuestos al enigmático llamado que de ellos emanaba y emana. Estar expuesto, construir una obra expuesta y vivir una vida expuesta a todos esos llamados es lo que Eric Santner llamó la vida de la criatura. No sé si Rulfo consiguió vivir la “vida de la criatura” cada uno de los días de su vida, pero sí estoy segura que esa vida expuesta es una parte fundamental de su trabajo como artista visual y como escritor de textos experimentales de mediados del siglo XX.
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Al producir un nuevo paisaje mexicano, tal como era su intención, Rulfo nos enseñó a ver verdaderamente nuestro entorno —tanto el externo como el interno— nos enseñó, como hace la poesía, a poner atención en lo visible y en lo inefable. Acaso sea por eso que no pocos consideran a Rulfo también como nuestro gran poeta del siglo XX.

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