lunes, mayo 25, 2009

Esos libros ponzoñosos

Diario Milenio-México (25/05/09)
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Lectores al cuartel
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Igual que todo el mundo, me he topado con muchos libros malos, pero hasta hoy jamás logré tener entre las manos un libro envenenado. Podría acaso reprochar en algunos que me hayan aburrido, decepcionado o inclusive indignado, pero de ahí a encontrar que sus palabras me infligieron un daño irreparable, o siquiera pudieron llegar a ocasionármelo, media más de un sarcasmo de distancia. Dice uno que determinada novela le causó “daño cerebral” con la sola intención de ironizar en torno a su mala factura, cuando sería más justo proceder a olvidarla mediante la lectura de otra, y otra. Terapia al cabo libre como ninguna, donde el paciente elige a su soberano antojo las páginas que habrá de administrarse, en las dosis que más y mejor le plazca. No imagino, por tanto, a un lector regular que se refiera a libros envenenados. Una idea que ya ha probado su popularidad entre supersticiosos e idólatras, así como su relativa utilidad en manos del gurú correspondiente.
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Resulta pintoresco que quien habla de libros envenenados sea la misma persona que lanza una campaña masiva de lectura, pero lo cierto es que ésta comienza justamente por pintar una línea entre los libros sanos y los ponzoñosos. Clasificación harto peliaguda que por lo visto sólo un líder bolivariano puede llevar a cabo con minuciosidad. Pues no se trata de que la gente lea lo que quiera, sino exclusivamente lo que según el líder debe leer. Que se aprenda las reglas de supervivencia bolivariana mediante un Plan Revolucionario de Lectura, cuyo menú de libros doctrinarios sería algo así como un gran catecismo. Es decir, una gran advertencia. Hugo Chávez invierte los saldos últimos de la bonanza petrolera en publicar y hacer leer una amenaza cruda en varios tomos: he ahí el buen camino, cuidado con desviarse. Y tanto le entusiasma al líder el asunto que recomienda a su rebaño la “lectura en colectivo” y el “intercambio de saberes”, todo a través de consejos comunales y bibliotecas populares, donde cada quien lee lo ya prescrito y opina bajo estricta supervisión.
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La hora del dictado
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No creo necesario puntualizar que a ojos de cualquier lector asiduo este escenario es el infierno en la tierra. Palurdos al servicio de palurdos supervisando los libros que uno lee y cuidando de que los interprete de acuerdo a los ideales de la revolución. Libros no pocas veces pergeñados por burócratas y esbirros del régimen, cuya factura invita a no leerlos ni en defensa propia, que es como por lo visto serán deglutidos. Leer para evitar ser estigmatizado, o para conservar el puesto, o para que que los otros sepan que leyó. Pretender que se lee, saltarse los renglones como el niño que escapa un minuto de la fila durante el homenaje a la bandera. Alzar el libro con el gesto del líder cuando empuña un ejemplar de la Constitución que se mandó hacer. Que se vea que uno lee, aunque no lea. Y todavía mejor, que al proclamar que lee lo que no lee borre toda sospecha en cuanto a otras lecturas. Nadie en el paraíso del bovino ilustrado quiere saber de libros envenenados.
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Fiel a sus objetivos, el Plan Revolucionario de Lectura no solamente incluye la edición masiva de títulos afines al chavismo, sino también el paulatino retiro de ejemplares ajenos al proyecto. Si a ello se suman las insalvables trabas burocráticas que entraña en Venezuela la importación de libros, se entenderá que el plan no es que la gente lea libremente, sino justo al contrario. Que la lectura sea una obligación supervisada por comisarios de la conciencia. Que nadie lea lo que se le ocurra, como cualquier burgués antojadizo. Hay un menú de libros cuyo contenido se juzga libertario en teoría e instructivo en la práctica. Nada muy diferente de un manual de inducción en varios tomos, editado por orden de quien aspira a ser el más grande patrón del continente. He ahí todas las nuevas normas de conducta, según las cuales todos deberán guiarse, y ninguno podrá llamarse a sorpresa si comete el exceso de opinar diferente, allí donde las opiniones sobre todas las cosas ya están dadas y sólo resta repetirlas.
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Por las piras futuras
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Quienes experimenten escalofríos de sólo imaginar una lectura en medio de una asamblea comunal chavista ya habrán captado la sutileza esencial. No se trata, como proclama el Plan Revolucionario de Lectura, de “democratizar el libro y la lectura”, sino de difundir un catecismo en cuyos postulados se sostendrá un gobierno que se queda sin dólares y solicita urgentemente la participación de inquisidores voluntarios. Gente a quien pertrechar de prejuicios. Gente que haya leído “en colectivo” —como se lee en la iglesia, donde la réplica es inconcebible— los bastantes panfletos para dictaminar que cierto compañero es menos compañero de lo que parece. Es decir, que tal vez sea menos persona, y por lo tanto tenga menos derechos; o ya ninguno, si leyó muchos libros envenenados. La mano dura necesita sustento, por eso invita a todos sus gobernados a que se lean la cartilla a sí mismos. Cuando llegue el momento, ya se les pedirá que expresen su opinión al riguroso unísono contra cualquiera que ose pensar distinto.
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No quiero imaginar las dificultades de un venezolano para leer un texto como El perfecto idiota latinoamericano, urgente en las actuales circunstancias (alguien, también, tendría que obsequiárselo a Obama). Sí me figuro, en cambio, el auge subrepticio de esos libros oficialmente envenenados que ahora mismo serán bocado delicioso para tantos lectores sojuzgados por la entronización de la ignorancia. ¿Qué clase de medidas draconianas planea imponer el líder de la boina, si cada día se hace con más activos y dispone de menos efectivo? ¿Qué atropellos futuros anuncia su proyecto de catequización colectiva? ¿Qué suerte de obediencia enajenada espera de un lector quien proclama que existen libros envenenados? ¿Cuánto tiempo le toma a un ignorante señalar al autor de un libro envenenado como envenenador, y a sus lectores como apestados? ¿Para cuándo las próximas hogueras?

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