lunes, mayo 18, 2009

El héroe de anteayer

Diario Milenio-México (18/05/09)
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Viejas nuevas de siempre
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Quiere uno que la vida sea siempre extraordinaria. Que nada se repita y sea todo rigurosamente novedoso. No en balde nuevo es la palabra mágica de la publicidad y la propaganda. Si a un detergente se le cambia el empaque, ya se tiene un pretexto para gritar que es nuevo. Quedan y quedarán charlatanes prestos a propagar la nada nueva idea del hombre nuevo, que a la hora de darse a conocer resulta por supuesto peor que los anteriores. Abundan asimismo los olfatos entusiastas que encuentran novedades con simpleza envidiable, pero candor total. Pero uno, que no por eso lo necesita menos, cree que lo nuevo, cuando es de verdad, no necesita de la ayuda de nadie para manifestarse y arrasar, si su sola ocurrencia no deja espacio a los escepticismos. Vivir lo extraordinario es ser extraordinario y atravesar la nube inconcebible, aunque luego se esté condenado a volver a la tierra y recordarlo todo desde la ordinariez de la nostalgia, tan embustera ella. Vivir para revivir: he ahí la recompensa y la compensación.
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Épica por duplicado
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Revivo aquí una gesta que hasta anteayer fue nueva. Una pelea dura que me ha tenido en vilo por cuatro horas de calambres, aullidos y alaridos, tras los cuales me acecha el impulso de contarla. Mas no tengo el poder de revivirla entera, y acaso ni siquiera el de hacerla lucir tan novedosa como sin duda fue. A espaldas de la cierta tentación de sentarme a narrar nada más que un partido de tenis, me veo precisado a ir un poco más lejos, pues de otro modo corro el riesgo de quedarme en la mera superficie. Partamos, pues, no del instante precedente al primer raquetazo, sino los que siguieron al último. Demos por hecho que el que termina ha sido un partido épico y es lógico que el alarido general haga de la Caja Mágica —la novísima sede del Abierto de Madrid— un pandemónium apenas consecuente con el duelo tremendo que acaba de ocurrir. Asumamos que Novak Djokovic y Rafael Nadal han ido más allá de sus fuerzas y capacidades, de modo que ya el mero apretón de manos al término de la semifinal no permite otra cosa que un abrazo conmovedor y extraordinario. Hagamos ahora una pequeña pausa...
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Si observamos la imagen congelada de los dos gladiadores abrazándose, notaremos que en una orilla de la pantalla se asoma un quinto brazo, de talla incomparablemente menor. Es un niño, que se ha prendido del antebrazo de Rafa Nadal y no piensa soltarlo. Tendrá unos diez, once años. Se ha colado a la cancha en el momento álgido y ahora, cuando el estadio aún se viene abajo, se abraza del tenista como si fueran viejos conocidos. Luego, al soltarlo le pide la bandana como recuerdo, pero aún no termina. Sabe que es su momento, que la vida es extraordinaria aquí y ahora, y hasta quizás intuye que en el futuro revivirá incansablemente estos instantes de indudable gloria. No le han contado nada: él ha visto a Nadal ganar dos muertes súbitas y salvar tres match-points con una enjundia heroica que no le ha permitido sino seguir a su héroe a cualquier precio.
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Y ahí va una vez más, tras de Nadal, una vez que éste deja la raqueta y camina hacia media cancha a levantar los brazos ante el público. Uno de los empleados de seguridad se apresta a detener al niño invasor, pero alguien lo detiene, seguramente porque una cosa es tratar de poner orden y otra hacerlo delante de las cámaras. Presa de una emoción que no sólo a él lo tiene con carne de gallina, el ganador se hinca sobre la cancha y levanta los brazos, un segundo antes de que el pequeño admirador, a su lado, lo imite con fervor de iluminado. Hélos ahí, juntos y de rodillas. Temblando, de seguro, como casi todos al final de un partido inenarrable que se ha resuelto casi por azar. Dos segundos más tarde, Nadal se levanta, el niño hace lo propio y se mueve de la escena, no sin antes alzar la mano y despedirse. Pues ya a todos les consta que es una estrella.
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Objetivo subjetivo
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Se aconseja a quien habla o escribe para niños que tire bolas rápidas constantemente, so pena de aburrirlos y perder para siempre su atención. Con tantas cosas nuevas para ver y hacer, atrapados por una percepción del tiempo que extiende los minutos y amaga a toda hora con traer al fantasma del aburrimiento, los niños se consuelan de su vida ordinaria —mucha voz, poco voto— encontrando exotismo por doquier, a lo cual los adultos corresponden con la ternura-envidia que provoca plantarse ante el reflejo de la fe más o menos perdida. Y digo más o menos porque hace un par de días que me vi en el lugar del niño impertinente, como tantos en ese justo momento, y entendí que mis gritos frente a la pantalla no eran menos indispensables que su gesta. Pero esas impresiones se borran pronto. Basta con asistir más tarde al noticiero y observar que la gesta se ha transformado en gesto. El conductor explica, las imágenes ilustran sus palabras y el marcador reluce en la pantalla. La conjunción de miles de subjetividades se degrada a una simple visión objetiva. A ver, niño metiche, te me sales de aquí.
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Hace más de cuatro años que sigo, a menudo con pasión infantil, el paso por las canchas de Rafa Nadal. A partir de esa forma de combatir, el tenis parecía un juego nuevo. Jamás había visto en un competidor esa fuerza mental puesta al servicio de semejante furia vencedora. No me extrañan las hordas de niños intrépidos que hoy día se agolpan a pedirle un autógrafo, ni creo que sean pocos los que también gritaron, aullaron y se revolcaron frente la pantalla, el sábado pasado. En lo que a mí respecta, no he podido por menos de estallar en un llanto nervioso y desatado, no bien la última bola se estrelló en la red. Salve, niño metiche. Quién pudiera ser nuevo, como tú.

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