martes, abril 07, 2009

V-2 Schneider

Diario Milenio-México (06/04/09)
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Es 1977. El rockstar fija su residencia temporal por segundo año consecutivo en Berlín. Suele despertar a eso del mediodía, en su cama, uno de los muy escasos muebles que contiene su departamento sito en el 155 de la Hauptstrasse. Toma el desayuno —café, jugo, dos cigarrillos de una cajetilla de Gitanes— y camina hasta los estudios Hansa, contiguos al Muro ominoso y emblemático que divide Berlín. A veces trabaja sólo dos horas para después precipitarse a pasear en bicicleta por la ciudad. Hoy, sin embargo, la cosa es distinta. Hoy está inspirado. Y es que hace ya días que es testigo de una escena conmovedora y recurrente, rito amoroso que se celebra todas las tardes ahí mismo, al otro lado de la ventana: una pareja se besa al pie del Muro, mientras los soldados apostados en la torre de observación los observan, amenazantes. La belleza de la escena —la desolada, esplendorosa, decadente belleza de la escena— ha inspirado al rockstar, que desde hace unas horas no puede dejar de pensar en la pareja. Un rey y una reina, se dice. Héroes, se dice. O, mejor, “héroes” —así: trágica y tristemente entrecomillado—, ya que no hay verdadero heroísmo posible (o cuando menos viable) en un mundo tenso y dividido y falaz. Tales han de ser las circunstancias de la composición y grabación de “Héroes”, para muchos la mejor canción de David Bowie.
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“Héroes” da título a Heroes, el álbum homónimo de 1977, y su éxito postergado pero certero —no fue un hit en su momento pero aparece con regularidad en listas de las mejores canciones de todos los tiempos— la ha llevado a eclipsar en gran medida el resto del disco al que pertenece, lo que constituye no sólo una injusticia sino una lástima. Y es que Heroes es un álbum a un tiempo triste y combativo, que pasa con donaire y denuedo del rock machín de “Beauty and the Beast” a la atonalidad fatalista de “Sense of Doubt” al pastiche medio oriental (por vía de Las mil y una noches y Rodolfo Valentino) de “The Secret Life of Arabia”. Es, además, una instantánea de su tiempo y lugar: una ciudad gris y desesperanzada, militarizada y fría, atrapada en un limbo histórico yermo y acaso irrespirable. Es, pues, un disco eminentemente berlinés y frigibélico. Y nunca más que en “V-2 Schneider”, esa oscura broma musical.
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“V-2 Schneider” no es una canción: es una pieza instrumental o, si se quiere, un poema tonal rockero. La guitarra es de Robert Fripp, pero lejos está del exceso de testosterona de sus tiempos con King Crimson: nulo desgarramiento y nula pretensión, apenas un riff impecable, hipnótico por monótono. El saxofón es de Bowie y suena desesperado, asfixiado, asmático. Hay, además, un corito pernicioso y electrificado —“Vee-Two-Schneider” repite hacia el final del track la voz distorsionada del rockstar— y una batería de Dennis Davis empeñada en sonar a redoble militar. Es en esa batería que reside el espíritu de la pieza: “Casi puede uno ver a los nazis desfilar ante el cuarto de controles de los estudios Hansa”, imagina David Buckley, biógrafo de Bowie, “mientras la música —insistente, militarizada— da tumbos en las bocinas”.
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Lo mejor, sin embargo, es el título. V-2, sabrán los estudiosos de la Segunda Guerra Mundial, es el nombre del misil aéreo cuya producción fuera autorizada por Hitler en 1944, última arma de destrucción masiva del Tercer Reich, responsable de más de 3 mil muertes en Bélgica, en Inglaterra, en Francia, en Holanda, en la propia Alemania. ¿Y Schneider? Schneider es Florian y también es alemán aunque su signo y su sino han de ser completa y felizmente distintos: es el músico nacido en 1947 que, influido por los experimentos sonoros de Stockhausen, fundó en 1970, junto a su condiscípulo de conservatorio Ralf Hütter, la mítica banda electrónica Kraftwerk, aquella que habría de oficiar las bodas primeras de la electrónica y la música popular.
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Mañana martes un Florian Schneider que renunciara hace apenas unos meses a su participación en Kraftwerk cumple 62 años. Impedidos en lo sucesivo para escucharlo en vivo —no estará presente cuando Hütter y sus secuaces inauguren al ritmo de sus computadoras el Festival de Música de Manchester el próximo julio—, no nos queda sino festejarlo con la escucha repetida de “V-2 Schneider”, esa suerte de oda a un Berlín hierático y desolado pero también poderoso y fecundo, capaz de ofensivas letales y perversas pero también de irradiar al mundo con el impacto de una música que no por precisa es menos preciosa.

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