martes, abril 14, 2009

Narrar es un horror

Diario Milenio-México (13/04/09)
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Pasar sin haber pasado
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Una de las escasas ventajas que nos concede la realidad es la opción embustera de narrarla. Y en el camino, sin querer casi, permitirse el abuso de interpretarla. “¿Es una historia real?”, le gusta preguntar al escéptico ingenuo antes de leer un libro o ver una película, como si hubiera diferencias palpables entre un hecho contado y otro remendado. No es posible narrar apenas nada, por más que uno se haya propuesto inventarlo todo, si no se parte de por lo menos una historia real, cuando no de las piezas sueltas de decenas o cientos o miles de ellas. Tampoco narra uno lo que ve como fue, sino como recuerda haberlo visto, de acuerdo a su más íntimo sentido del drama y desplegando las herramientas adquiridas a lo largo de innúmeras y multiformes experiencias, cuya sombra quizá sobrevuele el relato y lo empañe de ciertos olores y sabores ajenos a los hechos relatados. Asistimos atónitos al relato porque intuimos que todo lo que se narra ha sucedido ya o está por suceder, pues encima se espera de la realidad que en lo posible se asemeje a la ficción. Son legión los lectores y espectadores agradecidos que bautizan a sus hijos con los nombres de sus héroes ficticios y viajan a los sitios donde supuestamente sucedieron las historias en busca de algo así para su vida acaso vacía, o tediosa, o sedienta. Cualquier día, después de tanto darle lija, lo insólito amanece convertido en cliché. Ya no sólo pasó y pasará, sino que pasa todo el jodido tiempo. Señal de que ya es hora de mudar narrativa.
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Se alquila piel de Judas
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Las historias de gángsters tienen una ventaja adicional: la gente no se cansa de creérselas. En un descuido, habrá quien las relate como reales y el chisme crecerá geométricamente. Quién no quiere enterarse de otra de esas salvajes truculencias que permiten hasta al más infeliz agradecer su suerte, después-de-todo-nunca-tan-miserable. A la gente le gusta meterse en el pellejo del maleante sin pagar consecuencias. De lejos, pero en alta definición. Vivir uno o más días de sevicia extrema. Echarle bala igual a quien se ponga enfrente, así sea nomás por matar el tiempo. Carcajearse con cada nuevo muerto, preocuparse si algún fiscal entrometido amenaza con encerrar al malvado y quitarle el placer de seguir asomado a una vida que nunca viviría, y ya sólo por eso le urge conocer.
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Se cuenta que la historia de Tony Soprano fue en principio basada en la vida del padrino John Gotti. Ahora bien, “en principio” puede significar cualquier cosa. Si cada autor tuviera que decir qué personajes reales le sirvieron de apoyo para la creación de los imaginarios, encontraríamos que al final cualquier cosa inspira cualquier cosa, y no hay una que no se jure legítima. De repente quisiera uno que la ficción fuera más verosímil, pero igual se conformaría con que la realidad lo fuese menos. Dudo mucho que el jefe del clan Gambino tuviera un mínimo de la gracia picaresca de Tony Soprano, razón más que sobrada para quedarme con la ficción, pero de pronto no es tan fácil deshacerse de imágenes como la aparecida días atrás, en estas mismas páginas, cuya estrella invisible es la cabeza cortada de un hombre…
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Para mejor narrarnos la tragedia, el fotógrafo muestra una hielera con el logo de Oxxo, plantada ante el umbral del domicilio. Podría ser cualquier otra hielera, pero difícilmente van a convencernos de que la de la foto contiene menos que una testa sangrante. Tan sólo el ingrediente del logo de la tienda supone ya un detalle de familiaridad escalofriante. Hemos visto decenas de hieleras como esa, y todavía más tiendas con el mismo logo, si bien seguramente no se nos ha ofrecido repartir miembros mochos a domicilio. Vuelvo a la foto y me pregunto qué haría si, como un ejercicio de ficción, debiera describir su contenido. ¿Me explayaría en la descripción del rictus del difunto, le pondría una gorra deportiva, unas gafas de marca, una pipa? ¿Hablaría de coágulos, arterias, moretones? ¿Y si bastara con la pura sesera, emergiendo de entre una muchedumbre de hielos?
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Fumarolas de ficción
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Como espectador fiel y complacido, nunca he esperado de una serie como Weeds que refleje la realidad escrupulosamente, aunque habría esperado de sus traductores un título menos morigerado que La traficante. Una viuda cachonda que distribuye mota en un fraccionamiento suburbial podrá ser la quimera favorita de un infinito número de pachecos, pero del lado sucio del río no parece tan raro que una mujer se entere de su viudez cuando se asoma al interior de una hielera. De ahí el rotundo acierto de Jenji Kohan, guionista de la serie, al trasladarla a la frontera con Tijuana, a partir de la cuarta temporada. Si hasta ese entonces Weeds transcurría en escenarios más o menos profilácticos, la aparición de un túnel subterráneo en la última escena del quinto capítulo abre un nuevo camino argumental donde ya nadie parece seguro, a menos que se amiste con el flamante capo mexicano Esteban Reyes. Para espanto inicial de la desamparada viuda Nancy Botwin, Reyes no nada más es narcotraficante sino también alcalde de Tijuana, cuyos gustos exóticos hacen juego con sus modales refinados. Encarnado a conciencia por Demián Bichir, el personaje de Esteban Reyes sugiere toda suerte de parentescos con la realidad, al punto que quizá su aparición sea el incidente más verosímil de la serie. Un baño de frescura por cortesía de la cruda realidad, al cual curiosamente no ha seguido un alud de interpretaciones sensitivas.
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Habrá quien vocifere que el guión de Jenji Kohan es tendencioso y se propone embustir, amén de calumniar, a los prohombres de este lado del río. El hecho, sin embargo, es que si bien esta ficción seriada entretiene a raudales, no sorprende más que por su franqueza. “¿Ya viste lo que están pasando en la tele?”, tendría que preguntar cualquier mexicano que no haya recibido aún hielera a domicilio. Algún día las flores también debieron de ser novedosas. Sólo eso nos faltaba: perder la narrativa en manos de la rutina.

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