lunes, abril 27, 2009

Miembros, miembras y calambres

Diario Milenio-México (27/04/09)
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Confusos pero corteses
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Hasta donde sabemos, sólo las matemáticas conocen la perfecta equidad. En los demás terrenos, campean a menudo desigualdades, desequilibrios y toda suerte de afines despropósitos. Lo cual parece desconsolador, en especial a ojos de esos fanáticos de la equidad forzada cuya utopía última es un mundo perfectamente arrebañado; aunque al final la inequidad total es tan esclavizante como la equidad perfecta. ¿Quién va a querer vivir a expensas del imperio de las variables, o bajo la presión total de las constantes? El hecho, sin embargo, es que la promoción de la igualdad, en especial allí donde menos se le precisa, concede al promotor un rango moral que al cabo le da acceso a privilegios inigualables, valga la expresión. Ya puedo imaginar la mano igualadora que ahora mismo caería sobre el presente párrafo y extendería a su cucho entender el alcance del mismo, pues he aquí que recién me he referido al promotor, cuando debí haber sido igualitario y escribir promotor o promotora. ¿O es que quiero ser visto como un macho de mierda?
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Tal vez todo empezó con el primer zopenco que empleó la socorrida expresión señoras y señores, redundancia en teoría caballerosa que para el caso nunca debió pasar del damas y caballeros. Pues como bien sabemos, el término caballeros no incluye a las damas, y viceversa. ¿Por qué digo que el orador de marras era un zopenco y no una zopenca? Amén de suponer, dando cuerda un instante a la causa igualadora, que la cultura machista bajo la cual crecimos debió de producir antes oradores que oradoras, me atrevo a suponer que el lector —y entre éstos las lectoras, que como es evidente me interesan más— no precisa de redundancias tartufescas para entender que me refiero igual a una mujer que un hombre, y para el caso qué más puede importar, si al fin ni idea tengo de su identidad. Si al hablar o escribir tengo que detenerme ante cada probable inequidad lingüística, voy a acabar más ocupado en hacer caravanas domingueras que en abordar la substancia del tema. Al final, lo único claro será mi buena educación.
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Del cumplido al calambur
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En una de sus primeras declaraciones públicas como ministra española de Igualdad, Bibiana Aído se acomodó en la agenda cultural de su país —posicionarse, que le llaman— como una terrorista gramatical, no bien tuvo la justiciera ocurrencia de acuñar ante cámaras y micrófonos el término miembra. Una expresión graciosa de raíz, que a más de uno tal vez le suene un poco a falo de transexual, y a otros —esto es, no únicamente a otras— les anime a acuñar el término integranta. En un país donde —inmunda coincidencia— las agresiones domésticas arrojan cifras espeluznantes de mujeres golpeadas, cuando no asesinadas por maridos palurdos y trogloditas —no sé si debería decir trogloditos—, siempre será más fácil hacer justicia con las puras palabras. Que no se diga que quien se halla a cargo no se dispone a ir lejos en el combate contra el sexismo.
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Hasta donde recuerdo, en los primeros años de la adolescencia se burlaba uno de los compañeros incautos invitándoles a probar de un hipotético postre de miembrillo. Si el otro no entendía, o pasaba por alto la letra sobrante, quedaba uno además como ingenioso. Se retorcía el lenguaje para jugar con él, y así tras los miembrillos venían los tecojotes, seguidos de otras frutas no menos agresivas para la hombría virtual del interpelado, que en todo caso se defendía recurriendo a la rauda perversión de una fórmula clásica de las buenas maneras. ¿Mame usted?, preguntaba y se ponía a salvo, por el momento, en su camino al trono de los machos frustrados pero risueños. Desde entonces y hasta hoy, retorcer el lenguaje por cortesía extrema y desmedida es no sólo un afán ridículo y vacío, si también sirve de amplia coyuntura para hablar de sí mismo con la siempre aromática vanidad de los falsos humildes —de ambos sexos, se entiende—. Hablar a compañeras y compañeros, igual que a mexicanos y mexicanas, no es echar mano de una virtud justiciera, como de una herramienta cosmética. Elude uno decir lo que en el fondo piensa para que quienes le oyen piensen bien de uno. Equidad de antifaces en el festín de l@s buen@s concienci@s.
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La justicia del diablo
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No exageré en el barbarismo precedente. Ya espero con penosa resignación el momento en que a las changarras descubiertas por Carlos Marín les sigan los conciencios, tan hombrecitos ellos, y algún iluminado nos ilustre sobre la mejor forma de pronunciar la arroba con la que tantas plumas obsequiosas se lucen dirigiéndose a sus amig@s, como si los cariños en verdad entrañables necesitaran de esas precisiones. ¿Habría que decir amigaos, amigoas, amigues, amigs? ¿Y si para expresar lo mucho que valoro su amistad, ya entrado en el abuso de los signos, escribiera mejor amig$? Parece idiota, claro. Lo es, como toda mentira transparente. Pero pasa con estas cortesías gaznápiras que su repetición inmisericorde hace ver mal a quien no acude a ellas, si ya en el auditorio se multiplican las sensibilidades comisarias, dispuestas a apuntar con el dedo al malvado insensible que se atreva a esquivar el protocolo de la redundancia. Más que a un puñado de amistades de ambos sexos, se diría que quien habla se dirige a un gentío acomplejado, resentido y regañón. ¿No sería más cortés empezar asumiendo que se habla ante personas inteligentes?
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La perfecta equidad supone subsistir cada uno en su casa de cristal, como en la alegoría de Kundera. Ser transparentes todos, por decreto. Dejar que nuestros dichos y hechos nos avalen, y por tanto mostrarlos a quien quiera mirarlos o se interese por fiscalizarlos. Vivir sonriente y a la defensiva, una mano en la boca y otra en la retaguardia. Lanzarse a destacar por igualitario en el reino de los tartufos impecables. Ya nunca más torcer el lenguaje para jugar con él –no sea que se lastime a algún hipersensible presente, o bien ausente, o bien imaginario– sino sólo para aplicar justicia en la gramática. Una utopía infernal en cuyo edén han desaparecido casi todas las letras, excepto las precisas para repetir: beeee.

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