martes, abril 14, 2009

La vida, extraviada

Diario Milenio-México (14/04/09)
---
para Nestor Braunstein y Tamara Frances, por hacerme pensar en todo esto
I.
--
El primer recuerdo en el que aparece el yo es el recuerdo de una pérdida. Un extravío. Vivía entonces en la esquina más noreste del país, ahí donde el Golfo conserva el nombre pero gana la nacionalidad, en una de esas casas de madera que, sin importar cuando fueron construidas, siempre dan la apariencia de ser viejísimas. Se había sustituido ya el cultivo del algodón por el del sorgo y, durante los meses del verano, las amplias parcelas del Valle adquirían entonces, como ahora, ese color encendido, entre marrón y naranja, que a menudo hace creer que uno pisa el sol, o algo parecido al sol, cuando camina por ahí. En ese lugar, entre los surcos de un campo de sorgo, emergió, con un terror inigualable, la primera noción del yo.
-
Yo estoy perdida.
-
Recuerdo esa frase. Y, junto con la frase, recuerdo las imágenes agigantadas del verde casi negro de los tallos del sorgo y las imágenes, también desproporcionadas, de las melgas que sostenían mis titubeantes pies.
-
No recuerdo cómo regresé a casa, ni el llanto que debió haber alertado a los que dormían en ese momento la siesta. Pero esa escena en la que el mundo adquiere dimensiones exorbitantes mientras yo me reduzco a una expresión mínima ha sido, desde entonces, la clave para identificar ese estado de fuga y espanto que es el estar perdido.
-
Dicen los que me encontraron entre el sorgo que, efectivamente, lloraba. Y que, al regresar al regazo materno, ya bajo el techo del porche que nos protegía del sol de mediodía, lo único que pedí fue ir de regreso al lugar de la pérdida.
--
II.
-
Cuando las familias se mudan con frecuencia, los hijos suelen perderse con creciente naturalidad. Debido a demandas laborales o a cierto talante inadmisiblemente aventurero en el carácter de mis padres, mi infancia estuvo marcada por los cambios súbitos de residencia, los largos y silenciosos viajes por carretera, y los extravíos que ocasiona el desconocimiento de un nuevo espacio.
-
Yo no sabía que carecía de lo que se llama “sentido de la orientación” hasta que llegamos a X, un pequeño pueblo en el centro del país, satélite de un campus universitario rodeado de agapantos en flor perpetua. Todavía sin desempacar del todo, pero acatando una disciplina que mis padres llamaban férrea pero que a mí todavía me parece algo exagerada, me llevaron a la escuela primaria. Como buenos padres, me depositaron a la entrada del colegio y, con las manos en alto, se despidieron de mí después de colocar el mítico beso en la mejilla derecha: un verdadero cuadro idílico que habría sido perfecto si a los tres no se nos hubiera olvidado dejar en claro la dirección de la nueva casa o las indicaciones específicas para regresar a ella.
-
A la hora de la salida, como era de esperarse, me perdí. Tomé, como suelo hacerlo hasta el día de hoy, con una prontitud acaso profética, el camino equivocado. Y caminé sin rumbo, pero también sin miedo, a través de mercados llenos de frutas coloridas, frente a iglesias de edad inverosímil, por calles sin pavimentar, hasta que llegué a una de las orillas de X. Entonces supe, sin lugar a dudas, que estaba perdida pero, sospechando que todo era cuestión de tomar el camino contrario, continué con mi travesía. Aparecieron funerarias y más iglesias y callejones estrechísimos y casuchas semiderruidas que yo, olvidando que estaba perdida, veía con el asombro y la inocencia del turista. Así, con ese estado de ánimo por demás exultante, con una ligereza que apenas acababa de conocer, llegué hasta la estación del tren. No sabía yo entonces que unos treinta años más tarde describiría ese entrecruzamiento de vías, ese verdadero amasijo de metal, como algo pesado y melancólico, algo definitivamente venido de otro siglo, algo como una isla en el tiempo. Un grito sin voz. Una apabullante lejanía. No sabía yo hace treinta años que ese momento de absoluta desolación y de radical, aunque exultante, soledad, iba a quedar grabado a un lado del sonido de los trenes que no pasaron y del color a óxido que afectaba todo cuanto veía.
-
Un ciclista cadavérico, de rala caballera blanca, se detuvo al lado de la niña que, inmóvil, veía con absoluta concentración la ausencia total de acontecimientos.
-
—¿Estás perdida? —preguntó. Y su voz grave, su voz como de pelambre terco, su voz de tren que no pasaba, rajó en ese instante la atmósfera.
-
Y entonces regresó, con furia pero sin miedo, el yo.
-
—Si —murmuré—. Estoy perdida.
-
—Dime por dónde vives y te llevo —carraspeó.
-
Con la naturalidad que proporciona a veces el extravío, con esa proclividad por el riesgo que aún ahora nimba todo lo que hago y, también, lo que no hago, le ayudé al anciano a acomodar mi mochila en los manubrios de la bicicleta y me senté, con toda tranquilidad, en la parrilla trasera. Supongo que tuve que abrazarlo para no caer.
-
El hombre pedaleó cansina pero firmemente de un lado a otro mientras seguía al pie de la letra mis esquizofrénicas indicaciones. Cuando le pedía que diera vuelta a la derecha porque ese camino me resultaba familiar, él lo hacía sin chistar. Igual, sin decir absolutamente nada, seguía pedaleando cuando le informaba que, una vez más, me había equivocado. Supongo que así anduvimos una media hora y, dentro de esa media hora, con el viento revoloteando por mi fleco y despeinando las trenzas que mi madre se empeñaba en que fueran perfectas, juro que hubo un par de minutos, un segundo apenas, en que me sentí, cualquier cosa que eso signifique ahora, yo misma. Cuando finalmente avizoré la puerta negra detrás de la cual se escondía un pasillo muy angosto que desembocaba en mi casa, di un respingo.
-
—Aquí es —le dije al ciclista y salté del vehículo todavía en movimiento.
-
Él se detuvo con la misma silenciosa parsimonia de todo el trayecto y, después de darme mi mochila, colocó el pie derecho sobre el pavimento para detener la bicicleta y encender, así, un cigarrillo sin filtro.
-
Entonces llegó el terror.
-
Toqué el timbre de la casa con verdadera fruición, imaginando que el anciano en ese momento me arrancaría de mi vida y me llevaría de regreso a la estación de los trenes invisibles; imaginando que el ciclista saludaría a mi madre y la regañaría sin misericordia alguna; imaginando, incluso, que le pediría una remuneración exorbitante por sus servicios. Imaginé, quiero decir, cosas cada vez más exageradas y descomunales. Mi madre, por fortuna, abrió la puerta y yo, un tanto recuperada con la sola visión de su presencia, volvía la cabeza para darle gracias al anciano cuando me di cuenta que éste ya había desaparecido. No había bicicleta ni hombre y ni siquiera el humo del cigarrillo. No había nada. Y en esa nada, de la que naturalmente no pude hablar pero que sí pude relatar, se ha quedado también otra manera de identificar ese estado exultante y sin brújula que es la pérdida.

No hay comentarios.: