martes, abril 21, 2009

La vida, extraviada II

Diario Milenio-México (20/04/09)
---
III.
-
La edad más difícil para perderse es, dicho sea esto con toda honestidad, la adolescencia.
-
Después de leer a Baudelaire, a Benjamin o a Kerouac, ningún extravío es un extravío.
-
La adolescencia, que es pura errancia, sufre de las limitaciones propias de las ideologías radicales o las misiones divinas. Perderse a los 14 o a los 17 es más un requisito que una aventura.
-
El adolescente, a fin y principio de cuentas, siempre encuentra su casa. Cuando no lo hace, entonces se sabe, con toda la amarga certeza del caso, que ha empezado la edad adulta. El verdadero extravío.
--
IV.
-
Llegué a vivir a X, una ciudad cerca del mar, un verano de mucho sol saturado de bugambilias. Aunque todo mundo no hacía más que describirme la belleza del océano y la singularidad, acaso paradisíaca, de la costa, yo estaba tan llena de trabajo que, por meses enteros, no pude caminar por su orilla. El deseo de hacerlo no llegó sino hasta finales del invierno. Había disfrutado mi primer fin de semana verdaderamente libre y, después de comer y beber, después de platicar y callar con un amigo que venía de una costa aún más lejana, decidimos, como se deciden estas cosas, así, sin más, tomar el coche e ir a la playa. Eran, para entonces, las 11:30 de la noche y ninguno de los dos había tenido la precaución de llevar un mapa.
-
Manejamos sin prisa y sin destino, guiándonos por un mítico a-la-izquierda, a-la-izquierda, por buena parte de la noche. Cuando tocamos el mismo compact tres veces y la conversación caía fulminada por el cansancio, tuvimos que aceptarlo sin cortapisas: no teníamos la menor idea de dónde estábamos. Entonces nos dimos a la tarea de preguntar a otros motoristas nocturnos, especialmente a aquellos que se detenían bajo los semáforos que, a esa hora de la noche, tenían un ligero nimbo lyncheano.
-
—¿Cómo llegamos al mar? —preguntábamos con una inocencia que a los otros, jóvenes casi todos y en speed con toda seguridad, les resultaba altamente sospechosa. Supongo que era por eso que nos dejaban con la palabra en la boca, acompañados nada más del eco que dejaba en el aire húmedo el ruido de los neumáticos contra el pavimento en el momento del arrancón.
-
—¿Dónde está el océano? —inquiríamos ya con algo de suspicacia propia ante los navegadores nocturnos de cerca-de-la-costa para recibir sólo risitas sardónicas o ventanillas en súbito movimiento vertical.
-
Todo parecía indicar que el océano, tan cercano, tan obvio, tan material, quería escabullirse.
-
—¿Falta mucho para llegar a la playa? —le preguntamos a otro motorista nocturno.
-
—No —dijo y, para nuestra gran sorpresa, continuó—: Síganme si quieren. Voy para allá.
-
A nosotros nos pareció absolutamente natural lo que hicimos: colocamos el coche detrás del suyo y, como si lo conociéramos de toda la vida o nos uniera una confianza ancestral, lo seguimos por debajo de puentes y sobre rieles metálicos, a lo largo de anchas avenidas sin tráfico y por enredados caminitos de laberinto. El solitario motorista nocturno nos condujo a su casa que, a todas luces, no quedaba cerca del mar. Cuando declinamos su invitación para tomar algo o ver, cuando menos, la televisión juntos, no fue por miedo o resquemor sino, más bien, pura terquedad: todavía creíamos que esa noche, esa noche y no otra, esa noche precisa llegaríamos a nuestro destino. Él lo entendió y, antes de dejarnos ir, nos dio las gracias.
-
Nos encontrábamos en la hora más oscura cuando decidimos detenernos. Los dos estábamos cansados y, a esas alturas, no sabíamos ya ni cómo regresar. Supongo que la frustración y el agotamiento fueron los que nos hicieron estacionar el coche en el lugar al que al coche se le dio la gana. No tardamos, en todo caso, en cerrar los ojos.
-
Tuve un sueño. En el sueño, la luz del sol y el bochorno me obligaban a abrir los ojos. Me movía lentamente después, tratando de recordar dónde estaba y por qué estaba ahí, mientras bajaba la ventanilla. Entonces lo reconocía: era el olor a océano. Y entonces abría la puerta y, corriendo como hacia un imán, lo descubría detrás de los matorrales. Sereno. Obvio. En perpetuo movimiento. Ahí estaba. El mar. Mi amigo, que me había seguido sin yo darme cuenta, murmuraba entonces:
-
—Dimos con él —luego de titubear un poco, añadió—: O dimos con ella. Da lo mismo.
-
No fue sino hasta su segunda y políticamente correcta intervención que me di cabal cuenta de que eso no era un sueño.
--
V.
-
Perderse para producir el contexto desde el cual es posible atisbar el yo.
Perderse para encontrar una isla de óxido en el tiempo.
Perderse para recordar, unos treinta años después, el momento de la pérdida.
Perderse para cumplir una misión.
Perderse para encontrar lo que no se buscaba.
Perderse para restar.
Perderse para vivir dentro del Gran Aro del No.
Perderse para desvariar y discurrir y disgregar.
Perderse para perder.
Perderse para decir la vida, extraviada.
--
VI.
-
Lo único que se consigue saliendo a caminar sin propósito es cansarse.
Kôbô Abe, La mujer de la arena

No hay comentarios.: