martes, abril 14, 2009

El príncipe idiota

Diario Milenio-México (13/04/09)
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El de Dostoyevski no era en realidad tal, o lo era sólo en virtud de su confianza en un aliento moral que los humanos parecemos haber extraviado. El de Inglaterra, en cambio, lo es en redondo —lo suyo son las curvas: jamás las líneas rectas— y lo es justamente porque su idiocia, además de estética, se antoja moral.
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El príncipe idiota de Inglaterra es Carlos. No que sea arquitecto pero, cuando se pronuncia sobre edificios y estructuras y diseños (cosa que parece entusiasmarle sobremanera), habla como si se asumiera tal. Ignoro, de hecho, si la arquitectura le guste (todo parece indicar que no) pero sin duda le interesa. De ahí que, al asumir sus deberes principescos, sumara a su portafolios de instituciones supuestamente benéficas dos estrechamente ligadas al tema: el Prince’s Regeneration Trust, ocupado de la preservación y restauración de construcciones históricas, y la Prince’s Foundation for the Built Environment, abocada a la enseñanza y divulgación de principios urbanísticos y arquitectónicos que consideren al ser humano como criterio fundamental. Nobles empeños ambos, sin duda. Lástima de enfoque.
La primera intentona principesca contra la arquitectura moderna habría de llegar en 1982, cuando la londinense National Gallery celebrara un concurso arquitectónico a fin de dotar su hermosa construcción victoriana de un ala nueva. La firma ganadora —Ahrends, Burton & Koralek— propuso una solución pertinente y osada: yuxtaponer a la estructura original una torre moderna, que permitiera al edificio original entablar un diálogo feliz con el futuro. ¿Se construyó? No: de ello se ocupó el Príncipe Idiota, al pronunciar el proyecto “un monstruoso furúnculo en el rostro de un amigo bienamado y elegante”. (A los pocos meses, el museo cedía ante su presión y encomendaba a los arquitectos Robert Venturi y Denise Scott un nuevo diseño, modesto pero certero —y rastrero— pastiche del original.)
Para fines de los 80, el Príncipe Idiota daba un paso adelante en su cruzada retrógrada: así, cedía tierras del Ducado de Cornwall para que el arquitecto neotradicional Léon Krier proyectara Poundbury, comunidad experimental memorable no tanto por su concepción urbana “humanística” —no hay planeación zonal sino una suerte de integración “orgánica” de los giros comerciales y residenciales— sino por su estética disneyana, popurrí de caricaturas arquitectónicas del pasado en que lo clásico, lo gótico y lo victoriano coexisten en un trazo más bien redolente de la suburbia estadunidense.
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Hace unos días, el heredero imbécil ha vuelto a las andadas, ahora con una petición de abortar la construcción de un proyecto del británico Richard Rogers en los terrenos londinenses otrora ocupados por el cuartel militar de Chelsea, adquiridos por la Autoridad de Inversiones de Qatar en 2005. Rogers es un arquitecto justamente celebrado y un practicante no sólo solvente sino de plano deslumbrante de un modernismo tan funcional como atrevido. He aquí, sin embargo, que al principito no le gusta lo que hace Rogers, que preferiría que su proyecto fuera desechado y encomendado a su amigo Quinlan Terry, conservador estético irredento que postula la sustitución de las muy libres (pero rigurosas) torres de cristal, madera y metal de Rogers por lo que parece una calca escenográfica de las construcciones contiguas de Christopher Wren.
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No se me malentienda: disfruto como el que más el legado arquitectónico pretérito, y particularmente la solera de la arquitectura tradicional británica. Sólo que la arquitectura no es lengua muerta y su vocabulario, por tanto, no debería permanecer anclado en el pasado sino abierto a la originalidad. Hasta aquí no habría más que divergencia de criterios entre el principito y la crítica de arquitectura británica toda, que parece compartir mi opinión. El problema, entonces, no será estético sino moral. Y es que un futuro jefe de Estado que abusa de su opinión debería saber que la suya —ya sólo por razones políticas y económicas— no es una más, y emitirla con respetuosa prudencia. Así, ya podemos ir despidiéndonos del proyecto de Rogers, víctima de una suerte de purga estalinista oculta tras los aparejos de la conciencia urbana. (En todo caso, habríamos debido verlo venir: ¿qué puede esperarse del juicio estético de un hombre ufano de encontrar menos atractiva a Diana Spencer que a Camilla Parker-Bowles… y del juicio moral de un hombre capaz de resolver aquel problema como lo resolvió?)

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