lunes, marzo 30, 2009

Tiempos de barbajanes

Diario Milenio-México (30/03/09)
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1. Antiguamente las llamaban raposas
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Aseguran algunos suspicaces que el galán encarnado por Mauricio Garcés en cine y televisión solía echar mano de la expresión arroz para acusar la entrada en su radar erótico de lo que, leído por el revés, habría venido a ser una zorra. Pero un galán de entonces no decía esas cosas, que en tal caso lo habrían señalado no como un casanova desdeñoso, sino como un cochino barbaján. Hoy día, cuando la corrección política reinante permite a las conciencias acomodadas mirar hacia el pasado con ojos regañones, llamar zorra a una chica complaciente puede ser traducido como acoso y convertido en infracción legal, pero en la práctica parece un requiebro. Fascina y horroriza sumergirse en el mundo de una serie como Mad Men, cuyos protagonistas, una cuadrilla de trogloditas elegantes, escenifican el catálogo de patanerías machistas que en los tempranos sesenta eran parte del paisaje. La idea de elegancia consistía en jamás llamar zorra a una zorra, pero en cambio asumirlo con alguna quijotería de caricatura, más similar a la padrotería e escaparate. Que es un poco lo que hacía el personaje de Mauricio Garcés, acostumbrado a redimirse a través del ingenio del pícaro de alcoba, cuyo pellejo en juego suscita cierta solidaridad en los espectadores, que ya encuentran graciosos los trapecismos del mancornador y a carcajadas premian sus ocurrencias.
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De pronto no celebra uno tanto el ingenio como la ingenuidad de ciertos chistes viejos. El avance de la tecnología permite la ilusión de ver hacia el pasado como un tiempo borroso y primitivo, cuya low definition lo hace indigno de consideración. ¿Qué se le puede ver a un mundo en Betamax, por decir algo y no tener que ir tan lejos? ¿Quién querría ver Mad Men sin la resolución espectacular que le deja mirar hacia el pasado como éste jamás pudo verse a sí mismo? Qué sencillo sería horrorizarse de aquí al fin de estas líneas por esos tiempos rudos y olvidados, cuando un obstetra podía ensañarse con su paciente, y darle en realidad trato de zorra, si ésta era soltera y se interesaba por un método anticonceptivo. A casi medio siglo de distancia, nos asusta que un hombre pulcro en apariencia resulte, ya en privado, un barbaján. Hipocresía a todas luces innecesaria, si hoy a los barbajanes se les quiere, admira y condecora.
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2. La moda del denuedo
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Sucedió hace unos pocos años. Saltaba, como tantos insomnes, de canal en canal, cuando apareció un viejo rockero local, apuntando el micrófono hacia la curvatura de sus nalgas, al tiempo que pujaba por parir cierto flato de ímpetus estelares. Un gesto muy gracioso en los años tempranos, ciertamente estrambótico más allá de los ¿quince, veinte? Un instante más tarde el cantante, casi un sesentón, solicitaba al público del programa “un aplauso para mi yoyito”, mismo que acto seguido le fue prodigado para delicia de los programadores, que en otra época se habrían persignado y ahora entienden que la osadía barata es rica en clientes fáciles. Ya entrados en el tema de la sencillez, justo es decir que no hay osadía más fácil que la del barbaján, que no tiene siquiera que entrar en personaje para representar al silvestre garrafal que es. El que a todo se atreve porque así se le hincha, y a ver quién se le va a plantar enfrente. Nadie quiere ser visto como cuadrado, antes que eso parece preferible celebrar el arrojo del pedorro atrevido con una salva de aires solidarios.
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Sufre y gana congoja el genuino espíritu aventurero cuando pasa que está de moda atreverse. Situación muy propicia para que cualquier bembo se atreva a cualquier cosa y cualquier día sea aplaudido por eso. Atreverse en manada, en tropel, en un tris. Pasarle por encima a los preceptos que ya antes pisotearon millones de hijos de vecino, pretendiendo que se es el primero, cuando más el segundo. Jugando a ser osado trasgresor igual que se asesina a los contrarios en un videojuego. Sin riesgo alguno, pues. A cubierto contra esa adversidad que a menudo se ensaña con tantos atrevidos freelance. Asumir por principio que se es un patán y en cualquier situación se actúa en consecuencia, garantiza el respeto de los pusilánimes. Cada uno, con esto de las modas, barbaján en potencia, y por tanto renuente a entrar en conflicto con un colega de mayor jerarquía.
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3. Anónimos incómodos
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Hará un par de semanas que me lo topé. Volvía, como muchos, del trabajo, y yo quería inmiscuirme en su camino. Lleno de enjundia en medio embotellamiento, el tipo dió un acelerón violento para pegarse al coche de adelante y cerrarme el acceso a la fila que iba por la avenida. Nada que sea raro a las siete de la tarde en la Ciudad de México, pero me sorprendió la enjundia del sujeto, que no bien observó mi teatral extrañeza —moví incluso las manos, asumiendo el papel de civilizado que no siempre me sale, en estas circunstancias— bajó la ventanilla derecha y procedió a gritarme: “¡No es a huevo!”. Una vez en la fila, detrás de él, no pude ya por menos de darle la razón, entre risas que habría querido compartirle. En el tráfico duro de la Ciudad de México, la decencia es equipo opcional.
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Confieso que pensé en darle un rebasón, pero no hubo manera durante los dos kilómetros que avancé detrás de él, a vuelta de rueda. Hasta que, para mi sorpresa, el extraño dio vuelta en mi calle y se estacionó a pocos metros de mi casa. No era su día, claro. Uno sale a la calle listo para pelearse con perfectos extraños y el último resulta ser su vecino. Creemos que sabemos a qué nos arriesgamos, sin calcular que incluso la osadía más predecible no tiene precio fijo en el mercado. Diríase que no hay dados más riesgosos que aquellos que se anuncian cien por ciento seguros. Vi de reojo al vecino, al rebasar su coche estacionado. Si otras veces jugué el papel del gritón, esta vez me tocaba el del caballero. Como un último gesto de diplomacia, entré sin acusar su incómoda presencia. Desde entonces no lo volví a ver, pero sospecho que al final de esa tarde tuvimos que arreglárnoslas para matar a un par de barbajanes.

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