lunes, marzo 16, 2009

Fábula de viernes 13

Diario Milenio-México (12/03/09)
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El sitial de los dichos
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La noticia de una tragedia aparatosa suele lucir más espectacular cuanto más familiar resulta el escenario. ¿Qué sería de la ciudad de Dallas, ya de por sí escasa de atractivos, sin el nombre y la huella de Lee Harvey Oswald? ¿Quién va a la Zona Cero de Manhattan y se libra de curiosear y morbosear en todas direcciones, de forma que la nueva familiaridad redunde en un encore imaginario del espectáculo nunca mejor fisgado? Campea un aire de fatalidad helénica en esos escenarios de repente siniestros que acaso nos advierten de la fragilidad de todo cuanto lo sostiene a uno aquí, y hay quienes hasta creen —al amparo de la vieja sentencia: no hay camino más seguro que el que acaban de robar— que estar ahí les brinda cierta seguridad, cuando menos en el plano esotérico. Sabrá el diablo qué es lo que gana el paisaje con tan ineludibles conmemoraciones, pero el hecho es que somos ya legión los habitantes del sur de la Ciudad de México que asistimos al rico espectáculo imaginario de una madrugada siniestra: la del último viernes 13, cuando el estudiante de derecho José Luis Romo Trujano arrolló a un policía, lo paseó agazapado en el cofre por un trecho de mil cuatrocientos metros y lo lanzó más tarde contra el camellón donde los paramédicos se toparían ya con un cadáver.
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Thriller en Insurgentes
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Para deleite de los cabalistas, los hechos ocurrieron justamente en el trecho que separa al Monumento a Álvaro Obregón y la estatua del papa Juan Pablo II, y el infeliz borracho de ocasión que conducía la Volkswagen Sportvan de su desgracia estudió hasta ese día en la Universidad Panamericana, que está por cierto en manos del Opus Dei. Quienes de niños jugamos en el parque de Chimalistac no olvidaremos el detalle siniestro de la mano del hombre que cayó balaceado por León Toral, sumergida en formol tras una vitrina al interior del monumento. Por eso ahora nos espeluznamos a detalle y hondura al reconstruir la escena de la madrugada del viernes 13:
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No bien el coche llega al área de control del alcoholímetro, un policía le indica que se orille, el conductor reduce la velocidad, quién sabe si dudando en detenerse o ya buscando el hueco para la huída, pues sucede que trae una de esas pítimas de nevero que hacen saltar todos los dígitos del alcoholímetro. El policía se ubica frente al coche, como suelen hacerlo sus colegas cuando se trata de evitar una fuga, y uno puede inferir que José Luis, nublado por los humos de la bacanal, carece por ahora de la destreza propia del chilango en las sufridas artes de aventar lámina. De ahí que en vez de hacer a un lado a los policías a través de pequeños acelerones y enfrenones, se lance hacia adelante con el ímpetu del outlaw que de pronto lo apuesta todo por evitar un arresto que lo tendría enjaulado hasta la tarde del sábado 14.
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Lo que viene después semeja el desenlace de una road movie cuya última escena, de no ocurrir así, parecería a los ojos de cualquier espectador la típica gringada que hace la trama inverosímil, por no decir grotesca: el Papa deteniendo al pecador. Según se afanarán más tarde policías y testigos en dejar claro, José Luis se dispara de la esquina de Insurgentes y Arenal con el cuerpo del policía Fernando Corona Mercado incrustado en el cofre y el rostro fijo a medio parabrisas. Nada que no le hayamos visto hacer a Bruce Willis, de modo que tal vez la mente del borracho no encuentre esta película del todo extravagante, y así vuele evadiendo semáforos, ya con las consiguientes patrullas detrás, por Miguel Ángel de Quevedo, Vito Alessio Robles, Encanto, Olivo, Hortensia y Francia, donde la fantasía del policía heroico y el forajido en fuga termina no bien se interpone la efigie dorada del Pontífice. Con la estatua quebrada en el suelo y el cuerpo de Fernando tendido sobre el camellón, José Luis es extraído del coche por sus perseguidores más cercanos, que bien pronto lo informan de la muerte del pasajero accidental. Pero el aún beodo se resiste a creerlo. Supone que lo quieren asustar. Se dice y les repite que no es un asesino ni un delincuente, sólo venía de una reunión con sus amigos...
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Difusas moralejas
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Hay en toda esta fábula siniestra piezas que no terminan de encajar. Quien no sea familiar con el caos chilango, encontrará inaudito no sólo que un estudiante de derecho se atreva a echarle el coche encima a un policía sino, el colmo, que éste se le ponga delante para impedirlo. Lucha a muerte: pellejo contra lámina. Lo hemos visto decenas de veces, el de azul es tan macho que se planta ante nuestra defensa, con la torpe arrogancia de quien ignora lo más elemental: todo vehículo de cuatro o más ruedas es un arma arrojadiza en potencia. Aquí la gente se le escapa a los policías porque juega con ellos al gato y al ratón. Ningún ratón con patas alcanzará jamás a un gato con ruedas, y si eso sucediera siempre habría manera de arreglarse. Nos cuesta respetar a los policías porque a todos nos han chantajeado y tememos que vuelva a ocurrir, una vez que por ellos y sus jefes aprendimos lo elásticas que pueden ser las leyes. En términos jurídicos, nos hemos enseñado a ser sus secuaces. Cuando uno se nos planta enfrente, no creemos que tratamos con la autoridad, sino con un malandro que quiere intimidarnos para cobrar la cuota de un apandillamiento fugaz.
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Mal puede un estudiante de derecho ignorar las consecuencias jurídicas de sus actos, aún en medio de la peor papalina, ni por supuesto las ventajas que un sistema de leyes elásticas puede otorgar a sus regateadores. Tampoco ignoraría que los escuadrones del alcoholímetro son técnicamente incorruptibles. Y mientras los jerarcas de la policía culpan de todo a los giros negros que nada tuvieron que ver con la tragedia, la moraleja no apunta hacia las quejas del secretario de Seguridad Pública, que ha aprovechado la ocasión para recordar a los bares su nueva hora de cierre “para evitar tragedias como ésta”, sino justo hacia el peligro contrario: que la mojigatería de nuestros legisladores incremente las reuniones privadas donde el alcohol, por cierto, corre sin diques, pues no hay ni que pagar por los tragos. De una de ésas venía José Luis, que ahora va a pasarse unos lustros liquidando la cuenta por jugar al Bruce Willis aquí cerca, entre Chimalistac y la Florida. En el thriller de horror donde tantos pudimos un día haber estado.

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