jueves, marzo 05, 2009

El libro fuera de sí

Diario Milenio-México (03/03/09)
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Desconfío de los libros que se dejan leer rápidamente. Sucede más o menos así: el lector selecciona el libro por la recomendación de un amigo o por la atractiva portada o por la fuerza del primer párrafo o por el prestigio de la autoría de sus páginas. El lector, en todo caso y por razones múltiples aunque no obvias, toma el libro, poseyéndolo. El lector, en algún momento (seguramente no el menos pensado), se sienta y abre, no sin cierta parsimonia, sus hojas. De ser posible, el lector huele sus páginas, embebido, y pasa las yemas de los dedos sobre las letras impresas como si de verdad no pudiera ver nada. Mano de súbito ciego. El lector empieza. Y ahí, justo en ese instante, se da inicio un vertiginoso viaje en un tobogán de letras que no terminará sino dos o cinco horas después. El lector no se levanta para comer o contestar el teléfono o ir al baño. Lo que es peor: el lector no interrumpe la lectura ni para hacerse del lápiz con el que subrayará, es decir, con el que re-escribirá, el libro que lee.
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¿Una lectura ideal? Lo dudo. ¿Un buen libro? A veces. ¿Un libro fácil de leer y digerible? Seguramente.
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Tres confesiones en un párrafo minúsculo: Sospecho del libro que se lee de “una sentada” y que me pide, como un amante celoso, una atención única y, además, pasiva. Sospecho del libro que, aspirando a borrar al mundo que hace posible su lectura, cree que puede sustituirlo. Sospecho del libro que inicia sin otro objetivo más que el de llegar a su fin.
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Mi lectura ideal es de otra factura. Veamos. Tomo el libro e inicio una lectura atropellada y zigzagueante. De hecho, es tan atropellada y zigzagueante esa lectura que casi parece no dar inicio. Creo que puedo leerlo sin lápiz pero pronto entiendo que eso no será posible. Interrumpo la lectura, busco el proverbial lápiz que nunca encuentro, veo el cielo, pienso en el libro dentro del mundo del libro y fuera del mundo del libro. El libro, lo sé bien desde ese instante, me saca de quicio: es demasiado esto o muy poco lo otro, en todo caso lo aviento contra la pared. Juro que no volveré a abrir sus páginas. Salgo. Afuera no hago otra cosa más que pensar en el libro —en su escritura que es un obstáculo, en su estructura que me asquea o me asombra o las dos cosas juntas, en todos y cada uno de los elementos que me imposibilitan bajar por sus páginas como si estuviera en un tobogán. Oscuro, tal vez; seguramente denso. Ilegible. Cosa hechas de páginas crudas. Pienso, quiero decir, en todas y cada una de las cosas que me obligan a pensar en ese libro y no en cualquier otra cosa. Un par de horas después lo tomo de nueva cuenta. No sólo lo subrayo una y otra vez —una vez por el acuerdo, otra vez por el desacuerdo— sino que también escribo pequeños mensajes inentendibles en sus márgenes. Se trata de pequeñas misivas para el otro lector que alguna vez, pasados ya los años, seré. Es ahí, en ese momento, que empiezo a pensar en otro libro —el mío. El producto de esta lectura se convertirá, eso creo en el aquí y ahora de mi apasionamiento, en un próximo libro. La convicción es tanta que, sin reparar en detalles, sin darme cuenta de lo absurdo de la situación, inicio la escritura de ese otro engendro en las últimas páginas, usualmente vacías, del libro leído. Son palabras hechizas, garabateadas a toda velocidad, urgentes. Escribirlas es una forma de no acabar. Colocarlas ahí, al final, es una forma de posponer el final.
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Pero a medida que se acerca el final, cuando ya quedan sólo quince o diez páginas por leer, empiezo a sufrir —es un pesar absurdo, como todo en esta lectura, pero es real— y, por eso, interrumpo la lectura una vez más. La postergo. Cierro el libro y lo coloco, como si se tratara de un objeto doméstico, y no de un animal con rabia, sobre alguna repisa de color azul. Salgo. Afuera me comporto como si no pasara nada, como si no estuviera yo viviendo dentro de las páginas de un libro. Hablo. Sonrío incluso. Cuento chistes o me intereso por el drama de los otros. Hasta puede que piense en el clima o en mis obligaciones cotidianas. Hasta puede que vaya a fiestas o saque a pasear el perro del vecino. Todo o cualquier cosa con tal de no cerrar sus páginas. Todo, o casi cualquier cosa, con tal de seguir dentro. Pero las cierro. Eventualmente todo libro debe cerrarse. Cuando lo hago, me consuela saber que lleva consigo, a través de los subrayados y los ilegibles mensajes en sus márgenes, mi marca. Y que yo, en un justo intercambio de cicatrices, me llevo la suya. Es, ahora, en todo caso, un libro mío. Se trata, a final y a principio de cuentas, de un libro mío. Un libro apropiado. Un libro fuera de sí. Un libro conmigo.
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¿Una lectura ideal? Lo dudo. ¿Un buen libro? Con mucha frecuencia. ¿Un libro fácil de leer y digerible? Nunca.
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El libro no ayuda a descubrir el secreto que hay en el lector; el libro, cuando es libro, produce ese secreto en el lector.
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El libro no es una revelación (de lo que ya estaba ahí) sino un encubrimiento (de lo que está en-proceso-de-estar-ahí).
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El libro no expresa; el libro produce.
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Un final: El libro que me gusta es un libro con otro tipo de velocidad.

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