martes, marzo 17, 2009

El amor acaba

Diario Milenio-México (17/03/09)
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El análisis de 292 juicios de divorcio del siglo XIX, de los cuales 212 (73%) fueron promovidos por mujeres y sólo 61 (20%) por hombres, le da pie a la historiadora Ana Lidia García Peña para argumentar que el divorcio fue desde el inicio un arma de resistencia femenina para escapar del yugo matrimonial, especialmente de la violencia verbal y física que lo caracterizaba. No es éste el caso, añade cautelosa García Peña en su libro El fracaso del amor. Género e individualismo en el siglo XIX mexicano, de heroínas libertarias en busca de cambiarlo todo, sino de mujeres comunes y corrientes, de diversas clases sociales (la gran mayoría de los divorcios decimonónicos le corresponden, por clase, a los grupos medios de la sociedad) que “no buscaron la independencia o ser iguales a los hombres; en realidad, no querían cambiar las relaciones de poder entre los géneros sino que simplemente utilizaron instituciones ya existentes que las protegían, para desobedecer a sus violentos maridos” [92]. Yo no sé que se encierra con exactitud dentro de la palabra “simplemente” en la cita anterior, pero los pocos, por desgracia muy pocos, casos extraídos del expediente y citados de manera literal en el texto de análisis histórico, dejan una materia ominosa sobre el adverbio.
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“Hace doce años”, dice María Rita de la Vega en 1817, “que soy casada con el indicado mi marido y puede decirse que en todos ellos no he tenido un solo día de gusto o de descanso en la pésima vida que paso con él. De día y de noche, esté enferma o sana, me halle grávida o parida, en mi casa o en la ajena, jamás se pasa un periodo de 24 horas en que no me golpee lo menos dos o tres veces, pero esto ¿con qué rigor? Con cintazos, palos, cuartas, reatas, a mordida, bofetadas, pellizcos. No desconoce mi cuerpo ningún género de crueldad o padecimiento porque todos lo ha ejercido en él mi verdugo”.
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“A cada instante acecha mi vida”, dice Dolores Aceituno en 1877, “como últimamente lo hizo que me encerró en un cuarto y después de golpearme con la espada y marro hasta que se cansó, me tomó de los hombros y me echó a la calle. Repetidas veces, mi marido espera las altas horas de la noche en que estregada yo al sueño me toma con sus manos por el cuello y descarga sobre mí puros golpes aun estando grávida, por lo que tengo siete cicatrices en la cabeza”.
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Entre tantas otras, pues, María Rita de la Vega y Dolores Aceituno utilizaron el recurso de la narrativa —detallada y personal, con descripciones puntuales, uno se atrevería a calificarlas de realistas, de sus cuerpos— dentro de un discurso de victimización femenina para, de manera acaso no simple, servirse de las instituciones que existían, al menos oficialmente, para su protección.
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Aún sin pretender la igualdad o buscar la independencia, las mujeres decimonónicas lograrían hacer del divorcio, que hasta 1859 era eclesiástico y desde entonces hasta el 1914 fue civil aunque no vincular, una estrategia de resistencia —un acto digno de llamar la atención especialmente en un medio que, tanto legal como socialmente, insistía en restarles, no aumentarles, derechos. García Peña argumenta, pues, que, hecho por y para hombres, el proceso de individuación que se llevó a cabo a través de la reforma liberal enfatizó la construcción del sujeto masculino, excluyendo del mismo concepto de individuo, y sus derechos, a las mujeres. De ahí que García Peña sostenga que los únicos los beneficiados del reformismo individualista borbónico y liberal hayan sido los hombres.
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Sostener lo anterior no es difícil, quitarle el velo de lo evidente y descubrir, no por debajo, como harían los hermeneutas de la sospecha, sino en la misma construcción de la tautología, los escabrosos medios a través de los cuales esto fue posible, es lo que hace leíble, es decir, disfrutable a El fracaso del amor, uno de los pocos libros académicos de historia que me ha mantenido volviendo sus páginas sin saber a ciencia cierta, que es una manera exquisita de experimentar el asombro, qué me espera a la vuelta de la frase. ¿Qué se descubre cuando se descubre que la ausencia de cualquier mención de violencia doméstica en los códigos civiles del 66, 71 y 84 se registró mientras los juzgados liberales también evitaban, a toda costa, la incorporación de los relatos del maltrato conyugal que esgrimían las esposas al demandar el divorcio?
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Un fenómeno que había sido, y de manera legítima y amplia, de interés público y social durante la época colonial, el maltrato conyugal, tan abrumadoramente presente en los divorcios iniciados por mujeres, se convirtió en un asunto privado y, por lo tanto, mudo, gracias a una reforma liberal que abogó por los derechos y la libertad del individuo. La violencia doméstica, que era una violencia masculina, se privatizó y, además, se estereotipó, como es posible comprobar en cualquier novela o tratado de nuestros próceres liberales, como una patología de los pobres. La privatización de la violencia conyugal, además, implicó la exclusión de las narrativas del conflicto doméstico, casi todas ellas autorizadas y esgrimidas por mujeres, casi todas ellas elaboradas a partir de las inscripciones que la violencia misma dejaba en el cuerpo, de los juzgados liberales, cuyos abogados preferían ceñirse a las fórmulas jurídicas que encubrían, en muchos casos, hasta la causa misma de la petición de divorcio.
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Lo privado, así entonces, al menos en sus orígenes decimonónicos mexicanos, parece ser un parapeto. En honor a la precisión: lo privado es un parapeto que resguarda narrativas femeninas acerca de la violencia masculina. Silenciado, oscurecido, vuelto materia íntima y, luego entonces, materia muda, lo privado, que había sido cosa pública en juzgados coloniales todavía aquejados de manera obsesiva por la culpa y el pecado y la expiación, entrará en su fase subterránea, en su fase secreta, es decir, en su fase femenina. Lo privado, pues, no es, sino que deviene, a través de un impulso liberal, en femenino. Lo femenino no es, sino que deviene, privado.

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