miércoles, marzo 25, 2009

Alfabeto sin memoria

Diario Milenio-México (24/03/09)
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En un número reciente de la revista Granta, la escritora sudafricana Elizabeth Lowry da cuenta de las experiencias vitales e intelectuales que la condujeron a elegir el inglés como la lengua de su escritura. Lowry, nacida y criada como Afrikaner en Pretoria y, gracias a la profesión diplomática de su padre, en varias capitales importantes del mundo, se comunicó desde el inicio de sus días y justo como sus conterráneos en afrikaans. Sin embargo, y a pesar de las críticas de la familia, pronto, después de una estancia educativa en Londres, tomó el inglés como cosa propia. “Es imposible”, asegura la autora en su breve testimonio, “adoptar una nueva lengua cuando se es niño sin convertirse también en una nueva persona. El lenguaje que uno habla, con sus compactas adaptaciones a la historia, sus sutilezas de significado y las implícitas suposiciones culturales, en realidad nos habla”. Dice también que “J. M. Coetzee alguna vez caracterizó a la literatura sudafricana en la era del apartheid como ‘una literatura menos que humana, antinaturalmente preocupada por el poder’. Ese no era el tipo de libro que yo quería escribir”.
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Resulta evidente que si Lowry estuviera analizando las razones por las cuales eligió el inglés por sobre, digamos, el francés o incluso el alemán, sus comentarios no dejarían de parecerse a muchos que se han hecho y se hacen a la ligera, en el terreno absoluto del sobreentendido, en relación a los cada vez más numerosos casos de bilingualismo o multilingualismo que pueblan el mundo. Después de todo vivimos en la era global, testigo plurivocal del deslizamiento humano sobre el planeta. Pero Lowry, en un inglés sin traza alguna de sentimentalismo, en un inglés austero y hasta contenido, sabe muy bien que está hablando del afrikaans, la lengua del apartheid, y también sabe que está hablando del inglés británico. Y, en este contexto, las frases “adoptar una nueva lengua”, “convertirse en una nueva persona”, “no era el tipo de libro que quería escribir”, adquieren ecos (que no significados, porque estos los resguarda la escritora absteniéndose de hacer comentarios explícitamente políticos) que resuenan si no con gravedad propiamente dicha, sí con un peso más bien descomunal. Lowry sabe que la decisión de escribir en un idioma que no es el afrikaans, al serla, es una decisión de vida o muerte.
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También son condiciones extremas las que justifican que Jakob, el personaje principal de Fugitive Pieces, la novela que la canadiense Anne Michaels publicara en 1996, tomara al inglés no sólo como lengua de comunicación cotidiana sino, sobre todo, como herramienta de escritura. Avecinado en los Estados Unidos como un sobreviviente del holocausto —salvado, de manera milagrosa, por un científico griego— el futuro poeta describe así su ambivalente contacto con la otra lengua, la lengua que se convertirá con el paso del tiempo en su lengua propia: “el inglés era comida. Me lo ponía en la boca, hambriento de él. Una oleada de calidez invadía mi cuerpo, pero también de pánico porque, con cada bocado, el pasado se callaba más”. En uno de los registros más detalladamente humanos del tipo de acciones microscópicas que se llevan a cabo cuando alguien “decide” escribir en un idioma con el que no nació, Michaels incluye: “Lenguaje. La lengua entumecida se adhiere, huérfana, a cualquier sonido: se pega, la lengua al metal. Entonces, finalmente, muchos años después, se despega dolorosamente y se libera”. Y luego, como el mismo Jakob lo reconoce eventualmente, toma lugar el descubrimiento: “Y luego, cuando empecé a escribir los eventos de mi infancia en un idioma en el que no sucedieron, llegó la revelación: el inglés podía protegerme; un alfabeto sin memoria”.
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Se trata, sin duda, de una revelación sagrada.
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Es usual señalar, con mayor o menor cantidad de amargura, las limitaciones que impone el uso de una lengua con la que no se creció. Hay varias imágenes: el hablante que se mueve sólo tentativamente dentro de la casa de la segunda lengua; el oyente que, sobre tierras movedizas, está siempre a punto de ser engullido por el sinsentido o el fuera de lugar; el hablante que, deseoso de expresar algo, únicamente atina a abrir los labios para sentir el paso seco del aire. Es mucho menos usual señalar, como lo hacen, cada cual a su modo, Lowry, la escritora, y Jakob, el personaje de otra escritora, que esa incertidumbre, esa falta de seguridad, esa perenne tentativa de dominio destinada a fracasar también conlleva un paradójico componente de protección y otro, tal vez más embriagador, de libertad. Ahí está, toda entera, la posibilidad de reconstruirse desde cero. Ahí está, también completa, la posibilidad de oír esa otra manera en que la lengua “nos habla” y, luego entonces, nos inventa. Vida acentuada. El alfabeto sin memoria o, para ser más exactos, el alfabeto con la memoria más reciente, vuelve real la posibilidad de ser esa otra persona que acaba de doblar la esquina y desaparecer, con un poco de suerte, para siempre.

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