martes, febrero 03, 2009

La mujer vista

Diario Milenio-México (02/02/09)
---
En 1985, un grupo de mujeres artistas formaron el colectivo Guerrilla Girls en Estados Unidos. Cubriéndose el rostro con grandes mascaras de gorila y parapetándose también tras los nombres de artistas ya fallecidas, estas guerrilleras contemporáneas arremetieron contra cualquier traza de discriminación, especialmente la de género, a través de la ironía y el humor. A ellas se les debe la célebre pregunta: ¿Las mujeres tienen que desnudarse para entrar en los museos? A ellas también se les debe la infame respuesta: “Menos de 3% de los artistas en el Museo Metropolitano son mujeres, pero 83% de los desnudos son de mujeres”.
-
El desnudo femenino no es un tema menor en el desarrollo del arte occidental. Como bien lo anota Lynd Nead en su libro The female nude. Art, Obscenity and Sexuality, el desnudo femenino ha jugado un papel importante no sólo en la connotación misma de lo que el arte es o debe ser (y supongo que este es el concepto —es algo artístico— al que se refieren en ocasión algunas mujeres que posan desnudas cuando se trata de denigrarlas), sino que también ha contribuido, hablando en términos más sociales, a la normalización patriarcal del cuerpo femenino y su sexualidad. En la coreografía que forman el hombre que ve y la mujer que es vista se establecen asimismo normas específicas de observación que favorecen especialmente la observación contemplativa. El hombre contempla a la mujer y, al contemplarla, se produce a sí mismo como una unidad subjetiva entera, otorgándole en el proceso la cualidad de objeto —un objeto también unitario— a la observada. ¿Pero es ésta una definición justa de lo que pasa entre el hombre que contempla y desliza los pinceles sobre un bastidor y la mujer que, aparentemente entregada a la mirada masculina, se deja ver?
-
Son muchas las preguntas que surgen de la lectura de la nueva novela de Mónica Lavín, Hotel Limbo (Alfaguara, 2007), pero ésa tal vez sea la más básica y, al mismo tiempo, la más polémica. En un cuarto de hotel, el 301 para ser más exactos, se reúnen por tres días Darío Garza, un pintor que ha arribado desde la capital a esa ciudad provinciana en busca de un hijo perdido, y Sara Martínez, una mujer que también ha llegado desde la capital pero en este caso sólo para impartir temporalmente un seminario sobre cómo hablar en público. Ella posa y él pinta, los dos en silencio. En ese silencio surgen, entretejidos y entrecortados, en un zigzag que en mucho se parece al quehacer de la memoria y no al de la narración lineal, los capítulos que van develando el desarraigo de Darío y el deseo de Sara por el cuerpo masculino. En efecto, Sara ha aceptado posar para el pintor (¿o es ella la que se lo ha pedido?) porque de esa manera logra alargar aunque sea un poco su estancia en un lugar donde aguarda la aparición de un hombre joven que, con sus intermitentes flujos de atracción y reticencia, ha provocado su deseo más íntimo. Darío, “mutilado en sus afectos”, desea capturar el misterio de Sara con el único instrumento que domina: el pincel; ella, que ya ha ubicado su alma en la parte baja del cuerpo (“es triangular y húmeda, oscura y sola. Y tiene sed”), se propone construir el contexto dentro del cual emerja, rubicundo y satisfecho, su deseo.
-
No es posible saber a ciencia cierta si todas las modelos que han posado para la mirada masculina se entregan, sin más, al proceso de ser vistas. No sabemos si el proceso las aburre o las excita; si provoca pensamientos sucios o suicidas. Lo cierto es que, para Sara Martínez, el dejarse ver es también otra forma de verse a sí misma siendo vista. La mirada masculina transformada en un espejo. Lejos de la entrega pasiva —toda la novela ocurre, a final de cuentas, en el silencio en que los dos personajes desarrollan y protegen sus propias historias— Sara construye, y esto de manera constante y fluida, la historia de su propio cuerpo y su sexualidad. Por ahí pasa el primer amante, que guapo y joven resulta ser casado; los primeros atisbos de la violencia de los cuerpos en la violación masiva del cuerpo de la extranjera; el recuento de las interacciones sexuales no normativas (que no dejan de ser heterosexuales en este libro) que la han llevado a regresar a un pueblo de la provincia mexicana para provocar un encuentro con ese joven alumno —un Alguien, así con mayúscula— que, como vela de Tarkowsky, cede y no cede al deseo que provoca tanto en él mismo como en ella.
-
A partir de este entramado, Mónica Lavín se interna, con inusual frescura en las letras mexicanas, en los muy estereotipados territorios de la sexualidad femenina. Sara no es la mujer fatal que, dueña de artilugios mordaces, asusta a jovencitos en brama. Sara no es la mojigata que, presa de un discurso doble, aprovecha el parpadeo ajeno para satisfacer instintos “naturales”. Sara no es la mujer cuasi-virginal a la que el deseo masculino completa. Sara no es la Demi Moore mexicana que logra “atrapar” al hombre joven para normalizar así una geometría culturalmente inesperada. Mientras Darío la ve, mientras ella lo deja verlo arraigada en una inmovilidad sólo aparente, Sara va habitando, volviendo real, cada milímetro de su cuerpo y de su sexo. Frente a la mirada contemplativa del hombre, el cuerpo de Sara emerge no como superficie dispuesta a ser inscrita por el deseo ajeno, sino como un cuerpo con historia, vapuleado también por las aristas y contradicciones de sus propios deseos. Sara —el sexo historizado (que no histerizado) de Sara— es húmedo y oscuro y solo y, en efecto, tiene sed. Ahí, en la explícita sed que anima las escenas de sus variados encuentros, en la juntura de la carne y la precisión de piel, me llega el eco de Susana San Juan —cada vez menos delirante y cada vez más normalita conforme el tiempo nos va entregando las novelas del deseo femenino. Ese hierro. Y si Sara fue capaz de contarnos esto con (¿a pesar de?) la presencia de Darío, me pregunto qué nos contará luego, cuando el brillo de la mirada heterosexual constituya sólo uno de los posibles espejos.

No hay comentarios.: