martes, febrero 24, 2009

La imposible soledad del mexicano

Diario Milenio-México (24/02/09)
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Apesar de lo que se haya argumentado en aquel famoso ensayo escrito justo a la mitad del siglo XX, tengo la impresión de que el mexicano está estructuralmente imposibilitado para estar solo. La explicación no radica en ningún entramado cuasi metafísico con fecha de origen en la conquista del continente ni en algún complejo psicologista teñido con datos del novohispano. No le debemos esa artera imposibilidad tampoco a la modernidad, o la falta de modernidad, a la que se le achacan tantas cosas en estos tiempos. La razón, me parece, es más práctica y, como se dice, más prosaica, y le corresponde, además, al presente. En una sociedad donde casi todo funciona como puede, y no como debe, uno siempre acabará necesitando, como bien lo decía aquella canción de los Beatles, de la ayuda de sus amigos. Para lo cual hace falta, por principio de cuentas, tener amigos —un complejísimo proceso que, como todo mundo sabe, precisa de un uso bastante improductivo, aunque también bastante placentero, del tiempo que, en esos otros países donde todo funciona como debe y no como puede, simplemente no existe.
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Para ejemplo basta el mítico botón. Si el Mexicano (así con la mayúscula M esencialista) algún día pretende, emulando a cierta película estadounidense, encerrarse en su propio laberinto acompañado únicamente de su computadora, no faltará el súbito corte de luz que acabará (porque en su falta de planeación ese Mexicano no se habrá hecho de un regulador de voltaje) con su disco duro, razón por la cual tendrá que salir de su habitáculo para lidiar (sin posibilidad alguna de éxito) con el vendedor de computadoras y, luego, con el amigo aquel que conoce a un amigo que, a su vez, tiene un conocido experto en este tipo de percances. Si por alguna milagrosa razón, no hubiera corte de luz en esa zona, no faltaría de cualquier manera el husmear (es uno de los derechos humanos en la ciudad de los muchos) ya discreto o indiscreto de la vecina o, de plano, el toquido sobre la puerta, de preferencia a deshoras, del vecino ése que invitó a sus cuates al depa pero se olvidó del descorchador. He ahí el meollo del asunto: ese Mexicano no puede estar solo.
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Pero sigamos con el ejemplo. Supongamos que ese Mexicano que desea contra toda posibilidad real vivir en la más absoluta de las soledades tiene que pagar, como cualquier otro mexicano, la luz (puesto que de otra manera no logrará su cometido de estar encerrado en su laberinto con su computadora). Como es bien sabido, pagar por los servicios básicos es un sofisticado proceso que, en su gran mayoría, requiere de la presencia física del contribuyente. Así entonces, a menos que ese Mexicano tenga un ejército de mensajeros rescatando y pagando recibos de esto y de lo otro en distintos bancos y comercios de la ciudad (lo cual, de hecho, implicaría un contacto bastante organizado con sus subordinados), ese Mexicano tendrá que desplazarse por las calles de la ciudad hasta formar parte de las colas que tienden a organizarse por el más endeble de los motivos. ¿Y qué sucede en las colas de las más diversas ciudades mexicanas? La gente habla, por supuesto. La gente pregunta o le espeta al silencioso que busca afanosamente su propia soledad la historia en turno. La gente se le acerca y, sin respetar los 4 u 8 metros de distancia personal, le toca el codo o le roza el hombro mientras le invita un cafecito —aguado, sí, pero caliente— porque la mañana, ya ve usted, se puso fría y así nomás no se puede vivir. Ahora que si a ese Mexicano le han cortado la luz... Y si a ese Mexicano se le ocurre, en pleno uso de sus facultades, enfermarse…
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Los laberintos nacionales no están hechos de pasillos huecos por donde resuenan los ecos de las voces aisladas. Ese ruidito incómodo. Ese constante rechinar. El poder que se ejerce desde arriba sin afán alguno de reconocer como ciudadanas a las voces que emergen de todos los puntos del territorio de lo social vive, en efecto, en el centro de su propio laberinto de la soledad. El poder que se mira a sí mismo verse (y se encuentra además hermoso) vive, en efecto, en un laberinto hecho de espejos propios. Su propia saciedad. Los verticales, los unívocos, los que sí tiene para mandar a otros a que paguen la luz, pues, pueden gozar o sufrir, según les venga en gana, de esa soledad que los otros, los muchos otros que, por ser muchos, en realidad somos los unos, estamos estructuralmente imposibilitados a tocar. Si el Poder toca la puerta y la Mexicana que se esconde dentro contesta, en un prurito de humildad, “no hay nadie”, seguramente es porque sabe que pronto le cortarán la luz. Presas de la cacofonía o de la imprecación o del relajo, las voces que se multiplican por las paredes porosas y escindidas de esos laberintos llenos de gente le pertenecen por igual a la queja y a la animadversión. Tal vez no sería descabellado pensar que también le han pertenecido a una soterrada conversación que pocos, dentro de sus propios laberintos, se han aprestado a escuchar.

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