martes, febrero 10, 2009

Ella piensa, yo juzgo (¿Y ellos?)

Diario Milenio-México (09/02/09)
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¡Qué haría yo sin ti! —exclamo, conmovido y retórico (y un pelín solemne).
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—Me buscarías por cielo, mar y tierra —responde ella, por si fuera poco ingeniosa.
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El mismo intercambio se reproduce con enorme frecuencia y a propósito de los más variopintos dones de amor. Qué haría yo sin ella que, con su mezcla de psicoanálisis lacaniano y superheroísmo sentimental, es la única capaz de derrotar una y cada vez mi perenne ansiedad. Qué haría yo sin ella que, no conforme con haber estudiado las formas de organización de la sociedad y los desórdenes del alma, sabe poner orden y organización a nuestras finanzas. Qué sería de mí sin sus formas sicalípticas (porque, además de ser pródiga en bondades, lo es en buenuras), sin su humor desternillante, sin su perfeccionismo rayano en lo Martha Stewart para la conducción de los trabajos domésticos, sin su talento de estratega militar para planear mi vida profesional, sin su lectura literalmente indispensable de todo cuanto escribo (es mi editora impecable y mi correctora de estilo implacable), sin su prodigiosa capacidad para buscar y rebuscar en libros, revistas, periódicos e internet, de la que me beneficio y que me ha llevado a asentar (aunque hasta ahora nunca por escrito, homenaje que le debía) que yo sólo sé lo que me investiga mi mujer.
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Aquí, sin embargo, no terminan las virtudes de Eunice, y es que ni siquiera he listado la principal: ella piensa. Y mucho, lo que resulta no sólo excepcional (conozco pocas personas verdaderamente abocadas de manera sistemática al ejercicio reflexivo… y ni siquiera estoy seguro de contarme entre ellas) sino, además, de gran ayuda cuando, al término de una semana pletórica en tribulaciones de todo tipo, no tengo ni la más peregrina idea de qué tema abordaré en este espacio y qué enfoque habré de darle. Así el pasado jueves cuando, a mi arribo de una jornada repleta en avatares del surménage, me regaló la premisa de esta entrega de mi columna mientras me dispensaba quesadillas en tortilla de nopal y chocolate caliente light (en efecto, también tiene dones de cocinera y de dietista).
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“¿Ya viste lo de Maciel?”, inquirió, en referencia a la nota publicada el pasado martes en el New York Times, de acuerdo a la cual el sumo sacerdote del oprobio sexual habría tenido no sólo debilidad erótica por los acólitos sino, además, casa chica. Asentí entre bocados. “¿Y ya viste lo que dicen los Legionarios?”. Negué con un sorbo, pues no había leído todavía la reacción de Álvaro Corcuera, actual líder de La Legión de Cristo. “Ah, pues dicen que qué barbaridad y que qué dolor pero que ésa es cosa que no les toca juzgar a ellos sino a Dios.”
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—¿Por qué no me extrañará? (chomp, chomp).
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—No, si a mí tampoco me extraña. Sólo que se parece mucho a la declaración de Jesús Ortega sobre su intención de no juzgar a López Obrador por apoyar candidaturas de otro partido. ¿Igualitos, no? Dos cultos con su dogma y con su padre inmaculado e inobjetable y eterno. Deberías de escribir tu columna sobre eso. ¿Otra quesadillita?
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Y así lo hago, preciosa: tienes toda la razón. Buena tu idea. Tanto así que —cosa rara en mí— me ha llevado a desarrollar una propia: la revaloración del juicio.
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La vida me ha llevado a toparme con un par de iluminados. De esos que se adscriben a disciplinas espirituales esotéricas y se dicen henchidos de optimismo y van por el mundo clamando, orgullosos, que ellos no juzgan. Y la gente los aplaude, acaso en razón de lo no muy de moda que está la conjugación del verbo juzgar en nuestros días. Pues bien, yo sí juzgo y lo hago igualmente orondo. Y creo deber moral de todo ser humano juzgar, es decir discernir lo bueno de lo malo, lo hermoso de lo horrible, y actuar en consecuencia.
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Juzgo a Maciel un monstruo y a los Legionarios de Cristo inmorales (además de suicidas) por no condenarlo.
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Juzgo a López Obrador un megalómano y a los perredistas incongruentes (además de, otra vez, suicidas) por no expulsarlo.
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Juzgo a mi mujer maravillosa. Por eso vivo con ella.
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Cierto es también que juzgo su hábito de comerse las uñas deplorable y que me lo aguanto. ¿Habré caído en inmoralidad? Si es así, discúlpeseme: igual que los Legionarios y que el PRD, me encuentro bajo los efectos prolongados de un estado alterado de conciencia.

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