martes, febrero 10, 2009

El Yo masculino

Diario Milenio-México (02/09/09)
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Jorge Volpi se arriesga a hacer lo que pocos, escritores o no, hacen: alejarse conscientemente del lugar conocido —y por ello más o menos cómodo— para internarse en un territorio no sólo distinto (en relación a la obra individual) sino también poco explorado (en relación a las tradiciones de escritura que en él convergen). No me refiero, por supuesto, a la fragmentación y subsecuente yuxtaposición de fragmentos que caracterizan las páginas de El Jardin Devastado —una estructura narrativa que en mucho honra, por lo demás, a la estructura misma de los dolores tanto sociales como personales que quiebran sus páginas. Tampoco me refiero a la dura brevedad del texto— esa concisión con la que el doliente, a falta de la cercanía con el lenguaje que según los estudiosos define a las experiencias de dolor más profundo, llena sus líneas de expresión. Tampoco hablo del entrecruzamiento de tiempo y espacio —entre Iraq y México y Estados Unidos— que da cuenta del carácter trasnacional de diversas experiencias del sufrimiento humano de nuestra época. Me refiero, más bien, a lo que está ahí, desde el primer párrafo de la primera página de la primera sección de este libro extraño: el cuerpo y el deseo y la sexualidad masculina.
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Si en la exploración del deseo femenino que se lleva a cabo en Hotel Limbo Mónica Lavín problematizó la relación que une al hombre que contempla y a la mujer que es contemplada, otorgándole a través del quehacer de la memoria un estatus histórico y no histérico a la sexualidad femenina, Jorge Volpi consigue desarticular los goznes que han caracterizado la narrativización del sexo y el deseo masculino en su El Jardin Devastado. Por más distintos que parezcan sus merodeos y estrategias narrativas, estos dos libros insisten en hacer aparecer al cuerpo y sus sexualidades en toda su brutal humanidad (que es, con frecuencia, su más básica vulnerabilidad). Ahí donde una conecta para visibilizar, restituyendo el cuerpo a su propia historia y viceversa, el otro deconstruye con la misma finalidad. El dolor, después de todo, nunca va más allá del cuerpo: ahí se genera y ahí vive. De eso se alimenta. En eso consiste.
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No son pocas las novelas que, al intentar internarse en la cartografía de la sexualidad masculina, empiezan, y con frecuencia terminan, con el desnudo femenino. Las formas y recovecos de cuerpo de la mujer, sus reacciones y características más nimias han formado parte del repertorio del casanova que, de tanto ver hacia fuera, y precisamente por hacerlo, invisibiliza su propio cuerpo. Muchas de las narraciones masculinas sobre la sexualidad masculina parten de ese básico supuesto (que en realidad es una treta): como el cuerpo masculino heterosexual es la regla básica, éste se disuelve en una transparencia omnipresente. Por eso es significativo que El Jardin Devastado de Jorge Volpi empiece bajo las sábanas, con un cuerpo enclenque que se repite: “Orino, luego existo”.
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Crítica puntual de las distintas formas de indiferencia que hacen del dolor una experiencia intransferible, el Jardin Devastado es también, acaso por lo mismo, una historia de amor en su versión más atemporal: eso que sucede, según Volpi, cuando los cuerpos “nos asediamos, nos engañamos, nos herimos, nos contagiamos, nos laceramos, nos torturamos, nos destruimos. Al final nos abandonamos. Y luego esperamos al siguiente de la fila”. Ese parece ser el recuento de una sexualidad trasnacional, ejercida en el efímero gesto del encuentro y en la larga, a veces sinuosa, si no es que borrascosa, memoria que regresa, ya culpígena o ya melancólica, con los objetos que van conformando esa historia natural de la pareja perdida. El cuerpo que orina es, también, el cuerpo que pierde o que huye: ese cuerpo anónimo tras el cual corre —despavorido, ansioso, con dientes— el éxtasis que viene del pasado para contemplar ahora —el ahora del abandono que es también el ahora de la memoria— su propio rostro en el espejo de lo que no está.
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Se trata del temido momento del yo. El yo masculino. No por nada el subtítulo de este libro extraño es Una memoria —un concepto fuertemente asociado a las literaturas no canónicas y/o francamente marginales que proliferaron desde el último cuarto del siglo XX como una forma de acicate contra la supuesta muerte del autor. En el mundo de los estereotipos, las narrativas del yo —de la autobiografía al testimonio pasando por la confesión— le pertenecen, casi de manera automática, a las mujeres y las así llamadas minorías. Los escritores (repito: en el mundo de los estereotipos) se dedican a cosas serias como construir un universo con su propio paisaje interior (sic). Las minucias y las emociones y, sobre todo, los recuerdos personales, especialmente si son del orden amoroso, le corresponden a los aficionados o, peor tantito, a los sentimentales. Acaso sea precisamente por ese tipo de definiciones artreras que el subtítulo brilla por su ausencia en la portada del libro, haciendo su aparición entre espectral e indecisa en la portadilla. Una memoria, en efecto. ¿Pero lo es? Y, de serlo, ¿de quién es? ¿Importa, de verdad, el nombre? Estas preguntas básicas tienen la virtud de poner en cuestión la subjetividad que produce la escritura y, de paso, la subjetividad misma de quien la recibe, creando así un texto, y una experiencia de lectura —es decir, una comunión— volátil, agreste, imperfecta, honda. Y es por haber logrado ese tipo de cruda experiencia a lo largo de sus páginas que el austero capítulo final cae con una fuerza descomunal, una fuerza pocas veces lograda en la tan bien comportada literatura de nuestros mexicanos tiempos, sobre sus hojas. Se trata de un hacha. El candor de un hacha.

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