lunes, enero 12, 2009

Tormenta en un vaso de agua

Diario Milenio-México (12/01/09)
---
Mucho he aprendido y mucho me he divertido a partir de la lectura de las entrevistas a escritores publicadas en la mítica Paris Review, revista literaria francoestadunidense fundada en 1953. Ahí —en sus páginas y en su archivo en internet, disponible en theparisreview.com— están Paul Auster y Paul Bowles, Harold Pinter y Harold Bloom, Claude Simon y Neil Simon, sometido cada uno a un interrogatorio pertinente y pertinaz, detonador de respuestas que resultan de manera invariable en una mezcla de cándido anecdotario personal, esbozo veloz pero conceptuoso de teoría literaria y fascinante visión entomológica de su proceso de trabajo.
-
En algunos de los diálogos, el interrogador da en preguntar sobre los hábitos de escritura. ¿Escriben a mano o a máquina? ¿De corrido o con pausas? Y, lo más importante para los efectos que aquí nos ocupan, ¿beben algo mientras escriben? Así ha quedado establecido para el museo de las minucias —ese derrotero pedestre pero delicioso de la posteridad— que Truman Capote comenzaba el día ayudándose de café para escribir, para después pasar al té de menta, luego al jerez y finalmente a los martinis (a partir de lo cual se antoja plausible que, en sus últimos años, el borrachín paradigmático de la literatura estadunidense escribiera ya sólo de noche) y que William Faulkner —otro alcohólico literario de cepa— consideraba herramientas básicas del trabajo de escritor “el papel, el tabaco, la comida y un poco de whiskey”. (“¿Quiere decir bourbon?”, revira el entrevistador, conocedor de los hábitos del caballero sureño; “No soy tan quisquilloso”, responde un Faulkner parejero en cuestión de licores. “Entre el escocés y nada, me quedo con el escocés”.)
-
La lectura de tales confesiones cotidianas, emprendida durante las vacaciones navideñas, me llevó a reflexionar sobre mis propios hábitos de escritor: un vicio “malo” (cuando menos eso dicta la moda higienista), que es el tabaco, y uno “bueno” (otra vez según los cánones de estilo de vida à la page), que es el agua. (Decía W.C. Fields, borracho por antonomasia del vodevil estadunidense, que no bebía agua por miedo a que se le volviera hábito: de haberme conocido, no habría dado crédito a la encarnación de su más aciaga pesadilla.)
-
Bebo agua mientras escribo esto y lo mismo hago cuando me ocupo de un capítulo de libro, una entrada de blog, una carta de amor o un presupuesto. Lo que es más, mi consumo de agua no se limita a mis empeños de escritura: bebo agua en las antesalas, en las juntas, en los camerinos televisivos, en la cama (pero sólo mientras veo televisión, y es que cuando me entrego a otros lances prefiero otras humedades) y, claro, a la mesa, acompañe o no mis alimentos con otra bebida.
-
Bebo, en suma, alrededor de tres litros de agua al día, es decir uno más de los recomendados por médicos. Bebo, pues, tanta agua, que un nutriólogo al que acudí hace poco a fin de controlar mi problema de sobrepeso arqueó las cejas al enterarse de mis hábitos en la materia, antes de detallarme una rara condición llamada hiponatremia o intoxicación por agua, en que los niveles de sodio descienden al punto de provocar la muerte. (“Bájele a dos litros”, me advirtió preocupado; “No puedo con menos de tres”, respondí desafiante; “Ni usted ni yo: dos y medio”, fue su conclusión dizque generosa. Aun así sigo bebiendo tres al día… y mintiéndole al respecto en mi cita mensual.)
-
Ha quedado, pues, establecido que necesito mucha agua y que la necesito en todo momento y lugar. Así la obtengo, por fortuna (vaya aquí un agradecimiento a mi mujer, que siempre me lleva una jarra cuando me ve instalarme frente a la computadora, y otro a la generosa recepcionista que corre hacia mí, botellín de Santa María en mano, no bien me ve hacer mi entrada habitual a mi centro de trabajo.
-
No pido ya volver al viejo estándar estadunidense, en que no bien tomaba uno asiento ante una mesa, fuera ésta del Four Seasons o del más modesto de los figones, se materializaba un vaso de agua helada ante cada comensal. Ni siquiera clamo por los tiempos en que uno pedía un vaso de agua con hielo a un mesero y éste lo traía ipso facto tal cual, salida de un filtro y no de una botella y sin costo adicional al de los alimentos. Estoy dispuesto, pues, a que el agua me llegue en un restaurante sólo a petición, embotellada y a un costo. A lo que no estoy dispuesto es a la misteriosa tendencia de los meseros de todo el país a no responder sino después de tres o cuatro reclamos desesperados a cualquier solicitud de agua, máxime cuando siempre están dispuestos a servir vinos, licores y refrescos sin chistar.
-
Como lo he dicho, carezco de explicación para tan oprobiosa conducta. (A no ser, claro, que se trate de una conspiración urdida por mi nutriólogo en confabulación con la cámara de la industria restaurantera.)

No hay comentarios.: