lunes, enero 05, 2009

Los dominios del plomo

Diario Milenio-México (05/01/09)
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1 La paz de Tarantino
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La casa de Saddam, lleva por título la miniserie de HBO y la BBC en la que el ex dictador Saddam Hussein cuenta, al principio del tercer capítulo, la historia de aquel hombre que se extraña al ser reconvenido por buscarse problemas, justamente cuando anda por la vida en son de paz, sin armas. Según la serie cita al dictador, nadie se busca tantos problemas como el pobre infeliz que va desarmado, y encima se cree a salvo por eso. De acuerdo con esa visión, quienes vemos las armas con recelo o abierta antipatía somos los verdaderos provocadores, pues no siempre sus dueños resisten la cosquilla de imponernos con ellas su ley. La santa paz sería, en estas circunstancias, un equilibrio ideal de fusiles y fanfarronería, como en esas películas de Quentin Tarantino donde nadie dispara porque todos los que encañonan a uno están encañonados por otro. No explica esta teoría, sin embargo, cómo la paz armada puede ayudar a conciliar el sueño, si quien tiene un fusil bajo la almohada bien puede desvelarse imaginando que el vecino tiene una metralleta, y éste a su vez temer que cualquier día del cielo le caiga una granada.
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Un amigo iraní me explicó, no hace mucho, por qué incluso los persas que desprecian al palurdo Mahmud Ahmadineyad están con él de acuerdo en poseer la bomba atómica. Sin ella, tal parece, no serán mucho más que el hazmerreír de sus vecinos. Además, abundó mi relator, nadie ha dicho que quieran hacerla estallar —exceptuando, se entiende, al bravucón Ahmadineyad, que no tiene el poder suficiente para emprender acciones de ese calibre, por más que las anuncie en ciertas peroratas sedientas de exterminio—. Cosas que algunos dicen no pensando en hacerlas, sino al contrario: se anuncian, se negocian y sólo así se evitan. Hablar de democracia en estas circunstancias parece cuando menos un mal chiste. No he olvidado el respingo de mi amigo nada más escuchó la palabra a sus oídos maldita. ¿Qué mariconería era esa de tener que hacer fila silenciosa para expresar aquello que se entiende mejor a punta de plomazos?
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2 Respetos malnacidos
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La dinamita en llamas tiene la facultad de ensalzar la soberbia de los rabiosos. Ya sea que resulten acicate o estímulo, las explosiones dejan en cada contendiente la convicción profunda de que sólo el horror garantiza un lugar para el respeto, aun si el respeto es, en tan comprometidas condiciones, una mera fachada del rencor paciente. Pero tal es la regla en tantas partes que no es preciso ir lejos en la distancia, ni siquiera en el tiempo, para dar con alguna situación similar a las que comúnmente horrorizan a los civilizados. Aun en los lugares donde imperan las leyes y la razón, menudean aquellos ámbitos agrestes —familiares, laborales, carcelarios, escolares— donde no hay más respeto que el nacido del miedo. Tranquiliza pensar que el estado de tregua es regla y no excepción en un mundo que se quiere pacífico, pero igual tranquiliza la morfina y no por eso cura las dolencias que alivia.No es oratoria ni ética, sino karate lo que el niño miedoso sueña secretamente aprender. Tampoco es con lecciones de buen comportamiento que el vecino acosado se hace entender ante los pandilleros, pero de ahí a creer en un respeto que jamás es respeto media aquella distancia que a los provocadores de la bandera blanca no se nos da la gana recorrer. Contra lo que sucede con las demás banderas, cuyas agitaciones exaltan la soberbia de tantos jactanciosos, la blanca no conoce más orgullo que el de la rendición al imperio de las palabras. Que a su vez anticipa el desprecio de aquellos presuntos impotentes que se miran castrados cuando han de hablar sin el cuete en la mano. Gente que se avergüenza de mostrarse siquiera un poco razonable, pues ya teme que esa debilidad exhibirá su buena disposición a ser sodomizada por el enemigo. Por patético y repugnante que parezca, ya en plena edad adulta todavía terminamos siguiendo la corriente a los peor informados y menos ingeniosos. Y aceptamos aún esa sandez según la cual entre más grande y ancha es la manada menor es su ocasión de equivocarse. ¿Quién quisiera irritar al Santo Montón?
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3 El odio protector
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El gentío enardecido dispone del mismo privilegio que hace del pandillero empistolado barbaján respetable: nada por el momento le obliga a responder por su actitud. No tiene que escuchar a un sabihondo predicando abstracciones en teoría conmovedoras, cuando bastan la rabia y sus complejos para poner las cosas en su sitio. No parece haber tiempo ni recursos para esperar el respeto sincero: es posible que en esta certidumbre amarga se esconda la revancha de Saddam Hussein, que como pocos se hizo aborrecer sin temblar ante el odio de nadie. El aborrecimiento no parece respeto, hasta que se disfraza de lambisconería; eso es lo que consiguen las armas, mientras no hay otra opción que someterse a ellas.
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De poco sirve una bandera blanca cuando impera la lógica de la dinamita. Distrae y hasta consuela dilucidar quién tiene más o menos razones a la mitad de un nuevo bombardeo en Gaza, igual que reconforta pensar que esos excesos ocurren en el lado opuesto del planeta, pero la regla es clara en estos casos. Vivimos en la selva, de cualquier forma, por más que nuestros modos civilizados pretendan distraernos del miedo a no ser más que carne, sangre y huesos susceptibles de volar por los aires al primer desacuerdo con los dueños de las armas. No llevamos, por tanto, una bandera blanca pretendiendo que impere la buena voluntad, sino sólo esperando que no disparen contra los ingenuos que todavía queremos creer en excepciones y cada noche nos vamos a la cama creyendo que una de ellas nos protege cual cápsula transparente. Pasaba por aquí, nos excusamos, y decidí que no quería morirme.

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